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Cultura de relumbrón

Aprovechando que estamos en plena feria del libro voy a comentar uno aquí. Mejor dicho, en la mejor tradición del texto como pretexto, aprovecharé un libro que se presentó el otro día en la sede de la UV en el carrer de la Nau y que ha sido publicado por dicha institución (PUV). De entrada, diré que había algo singular en aquel acto. Junto a los editores integraban la mesa el Rector y el presidente de la Generalitat. Bueno, la próxima vez que presente un libro de poemas -pensarán los compañeros poetas de mi departamento, que son legión- pediré que me lo presenten también. Infelices: ¿no veis que allí había tomate y que en el aula de cultura de la UV no se suelen presentar libros? Pues no veo qué tiene ese de particular -me salta un profesor poeta-, total, según he podido leer en la crónica del Levante-EMV, el libro se titula Treinta años de políticas culturales en España.

Es verdad, suena un poco torro, nada que ver con los Panamaleaks o con las memorias de Isabel Preysler. Mas lo interesante es el subtítulo: Participación cultural, gobernanza territorial e industrias culturales. Puede que a mis lectores les siga sonando a chino. Craso error. Hice el esfuerzo mental de traducir el título al inglés, al francés y al alemán. Imposible. Lo de la gobernanza territorial se me resistía, no por la forma, sino por el fondo, porque no pegaba ni con cola en este tipo de libro. En cualquiera de los países de nuestro entorno un libro así habría ofrecido un panorama de las artes plásticas, de la música, de la literatura, de las artes escénicas, de las bibliotecas€, valorando la influencia de las decisiones gubernamentales (governance, gouvernance) en su desarrollo. Aquí no. El libro que se presentaba añade el adjetivo territorial, como si su equivalente alemán hubiera considerado interesante comparar lo que sucede en Hesse con lo que pasa en Renania. Y entonces entendí la singularidad de aquel acto y la razón de su presidencia de lujo.

Porque de lo que se habla en el libro es de los disparates que ha propiciado la dinámica perversa de las emulaciones entre autonomías o entre municipios durante treinta años: de los festivales y de las fiestas (un mercado medieval en cada pueblo), del mecenazgo de las cajas de ahorros (con nuestro dinero, que no con el suyo), de los carísimos contenedores para nada (un palacio de congresos en cada capital de provincia, faltaría más), de la confusión de la excelencia turística con la cultural (apostamos por el turismo, como dirían los alcaldes), de la inevitable televisión y sus tertulias (malas o peores), etc, y así hasta no dejar títere con cabeza con la traca final de esa horterada de la marca España. No, este libro no lo podrían haber escrito en otro país. Es apasionante y muy de agradecer, pero deja un poso de amargura y de desazón porque uno saca la impresión de que han sido treinta años perdidos. Por fortuna no se limita a diagnosticar el mal, también hurga en sus causas. El cuadro de doble entrada (gasto autonómico global en ordenadas y gasto por habitante en abscisas), con el que ilustraban su presentación los coordinadores, ponía de los nervios: Madrid ocupaba una posición modesta conforme a ambos criterios, muy por debajo de Cataluña, Andalucía y Comunitat Valenciana (¡), respecto al primero, y muy por detrás de Navarra o del País Vasco, respecto al segundo. Claro, como que la mejor temporada de ópera, la mejor programación teatral y las mejores exposiciones no las subvenciona la comunidad, sino el estado. Así cualquiera: es lo mismo que pasa con el ferrocarril, con las multinacionales o con los bancos, solo que con la ayuda de un ministerio de la desigualdad cultural. Apañados estamos: me temo que a estos efectos da lo mismo quien acabe ganando las elecciones del 26 de junio: tirios y troyanos tienen sus sedes en el mismo barrio y no pueden dejar de ver el mundo de la cultura, que viene a ser el de las ideas, con la misma lente cañí.

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