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Jamón con diplomas

Digan lo que digan los premiados y los que nunca lo han sido, a los escritores nos encantan los premios. La gloria sólo se palpa cuando uno entra en el ascensor, y la vecina que hasta entonces jamás te había dirigido la palabra te dice con su mejor sonrisa: Ayer te vi en la tele por lo del premio ese que te han dado, qué calladito te lo tenías.

A algunos les gustan tanto los premios que incluso los rechazan, porque la mayor recompensa para su soberbia voraz es el hecho de permitirles anunciar su renuncia: en solidaridad con el pueblo de Chigualoco, por coherencia ideológico-sintáctica, para mostrar su desacuerdo con la política institucional que tan tarde le ha concedido el prestigioso premio.

Ahora bien, creo que todos los premios deberían estar acompañados de honores materiales evidentes, y así despertar la envidia de la ciudadanía, ya que es el único sistema para que la gente se tome en serio el arte. Si no existe la corroboración de que el elegido disfruta de privilegios, nadie presta atención a, pongamos por caso, un Premio Nacional de Poesía. No bastan el dinero -que nunca es mucho- y el diploma: hacen falta prerrogativas, a ser posible de carácter vitalicio. Una suerte de aforamiento permanente, en virtud de los servicios estéticos prestados al pueblo español.

Un país orgulloso de su cultura debería estar obligado a mimar a sus creadores. La verdad, para que a uno lo acaben enterrando en la fosa común de algún convento de monjas, no merece la pena esforzarse en escribir el Quijote. Seamos pedagógicos: no me parecería exagerado que los Premios Nacionales, por ejemplo, pudiesen aparcar su vehículo siempre en la puerta de su casa, o delante de teatros, cines y restaurantes. Se trataría de crear una zona arcoiris (para no herir susceptibilidades, si la denominamos zona azul o zona roja), que los conductores urbanos y rurales juzgarían con escándalo admirativo. Ahí no aparques -le diría la esposa a su marido sudoroso, cuando llegan tarde a la cena del sexagésimo aniversario de la promoción del colegio-, que es el reservado del Premio Nacional de Performance. ¿No ves que hay una escultura con su sangre, sus heces y con la placenta del último parto familiar?

Considero que los grandes premios se han de equiparar, en ventajas, con algunos cargos de la administración. Disfrutar de vuelos gratuitos, aunque sea en clase turista. Tarjeta de crédito corporativa, a cuenta de algún presupuesto ministerial. Exenciones tributarias que permitan la creación de cuentas opacas en paraísos fiscales, con el fin de viajar y ver mundo, y con el propósito final de estar presentes en los foros culturales que en verdad cuentan. Cosas así. Con un respetable ánimo de lucro merecido.

Desde un punto de vista estrictamente filosófico, mi visión del mundo es materialista, como trato de explicar. Expresado de otro modo: a los poetas, tan acostumbrados al comercio con los asuntos ingrávidos y sutiles (como los crepúsculos, la luna llena, la hiedra funeraria de los cementerios, los éxtasis espirituales) nos encantan las frivolidades mundanas. Los diplomas honoríficos están bien, pero con buen jamón.

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