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Metamorfosis de una huella

Todos nos contamos cuentos a nosotros mismos y, en ese sentido, todos somos Don Quijote. Lo que cambia suele ser la intensidad y las metáforas. El cuento que uno se cuenta, cuando es intenso, puede llevar al éxtasis o a la locura. Y que siga una u otra dirección no es solo una cuestión narrativa, también depende de la inteligencia de la vida. Hay metáforas oscuras y metáforas luminosas. Hay metáforas que suscitan la empatía y la creatividad y otras que provocan el aislamiento y apenas dejan respirar. Además, ese cuento que nos contamos no sólo es personal, también lo hacemos como sociedad, se cuenta en las escuelas, en los periódicos, los noticieros y las iglesias. Una de las preguntas que plantea este libro es si la selección natural conduce a un lugar u a otro. Otra, igual de interesante, es si somos nosotros los que elegimos las metáforas o son ellas las que nos eligen.

Nuestro tiempo, lo que se ha dado en llamar Edad Moderna, ha sido configurado por el eje Newton-Kant-Darwin. Un rosario (muere uno y nace otro) del sentido común contemporáneo. Estos tres genios, ayudados por Hegel, acabaron por poner en juego la vieja metáfora de la evolución. Ya estaba en Heráclito y Plotino, pero entonces era descendente. El logos, el Uno, se desplegaba gradualmente en lo diverso, se compartía. Ya no era el dios vigilante, juez de sus criaturas, sino un dios que hacía de éstas sus ojos, su boca y su corazón. Ese despliegue, en el mundo moderno, se convierte en un ascenso. De lo simple a lo complejo, de la sopa cósmica original, en la que no había siquiera átomos, hasta los compuestos orgánicos del carbono y los metales pesados, sintetizados en las estrellas, que configuran y hacen posible la vida y que han creado lo más complicado que conocemos: el cerebro humano.

Camino de casa (Juan Malpartida, Marbella 1956) cuenta la historia de un hombre maduro que, habiendo visto en sueños al niño que fue, sale a buscarlo. Y para hablar con ese niño se cuenta (a sí mismo, a Sara, a los lectores) un «regreso a casa» no exento de peligros. Entre ellos el más tóxico es su inmersión en las implicaciones del neodarwinismo. Nicolás es un anticuario con vocación de antropólogo, casado y sin hijos, que experimentará una profunda crisis de identidad: un desplazamiento de su puesto en el cosmos, junto con el miedo y la paranoia de saberse errante en los lindes de la imaginación y la afectividad. Un caminar que busca la reconciliación (por utilizar un término paziano, uno de los referentes de Malpartida) con la diversidad que somos dentro de la unidad: «€porque un joven no oye al niño que lleva dentro [€]. Hace falta el peso y el paso de los años para hablar con el niño que fuimos».

Nicolás es un buen ejemplo de cómo el conocimiento puede ser un padecimiento. El protagonista, precisamente por no haber ejercido la ciencia, padece el conocimiento, se le hace cuerpo lo leído y se le viene encima como un tumor. Algo no del todo infrecuente para los que viven alejados de la investigación y los laboratorios y acostumbran a asentir religiosamente a lo que desde allí se enuncia. Nicolás cree que hemos sido alguna vez un puñado de células nadando en la charca paleozoica, o una anguila, pero no cree que hayamos sido ángeles o demonios. Y entonces la conciencia, el instinto de libertad, se convence de que obedece a mandatos mecánicos o leyes inmutables, creyendo a pies juntillas, con Galileo, que la naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas. De esa consideración de la ciencia abstracta e incolora a la ciega selección natural no hay más que un paso. Un ejercicio, como los antiguos, de idolatría (llamo idolatría al recurso a una narración que se considera a sí misma literalidad pura e inequívoca). Y entonces el tuerto (el poeta Gastón) se convierte en el rey: «nos hemos salido de madre, somos un no dicho a la naturaleza».

La evolución es un hecho, pero aparente. Es el efecto, lógico, de mundos construidos desde abajo (por utilizar la expresión de William James). La gravedad no es más vieja que la vida. Rendirle un culto excesivo conduce a la idolatría. Y Nicolás lo sabe sin saberlo, sabe que nos distrae del hecho esencial de que «todo está aquí» (y ahora). Es cierto que vivimos a la sombra de incontables ídolos, pero éste no suele entrar en la lista. Darwin y el mecanicismo nos libraron de las sotanas, pero ahí no queda la cosa.

Malpartida escribe con una prosa ágil e incisiva ( «los sentidos alertas, como un rosetón medieval»), que suscita continuas sonrisas y hasta carcajadas (como el «rodeo» de Gastón de la página 141). La novela se encuentra trufada de afortunados aforismos: «La conciencia no es un objeto». O, «háblele usted a Kant de la razón pura cuando tiene un dolor de muelas». O (de nuevo Gastón) «no tenemos nada que ver con la naturaleza ciega€, nos hacemos a nosotros mismos, somos la criatura y el demiurgo». O, «la novela fue para mi madre una forma de adulterio». O, para describir la enfermedad mental del protagonista: «los ojos eran míos, mi cuerpo no» o «lloraba como quien estornuda». O cuando la mujer del psiquiátrico le revela el poder salvífico de contemplar los árboles: «mira los árboles, porque ellos te salvarán». O, haciéndose eco del magnífico irlandés: «No hay realidad objetiva fuera de nuestras observaciones y del momento de la observación, que fija e inventa».

Una delicia. Una reedición del suceso extraordinario y fantástica trasmutación de Gregor Samsa. Una vívida reflexión sobre la metamorfosis de un individuo que no descendió del simio, sino del Beagle.

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