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El canto de la vida

El canto de la vida

El caso del poeta Antonio Cabrera -nacido en Medina-Sidonia (provincia de Cádiz), pero vecino de estas tierras desde su primera infancia, valenciano convicto y confeso- es ciertamente singular dentro de su generación. Y es que Antonio publica su primer libro entrado ya en sus cuarenta años. Esta circunstancia hace que su nombre brille por su ausencia en muchas de las antologías que pretendieron presentar la nómina de los imprescindibles del momento. Sin embargo, esa paciencia suya, ese sano respeto que lo llevó a permanecer prácticamente inédito como poeta hasta dar con eso que buscaba, con su voz, le ha permitido, diríamos, nacer libre de pecado, el pecado de la impaciencia y la bisoñez, que suele aquejar a casi todo bardo veinteañero. Así pues, su primer libro, En la estación perpetua, que recibió dos de los premios más vistosos de este país, el Loewe y el Nacional de la Crítica, lo situó de inmediato entre aquellos a los que todo buen lector debe seguir.

Sus dos libros siguientes, Con el aire y Piedras al agua, confirmaron y llevaron todavía más allá la evidencia de que nos encontrábamos ante un poeta verdadero, uno de esos pocos dispuestos a permitir que sea la poesía, y no la voluntad, la que exprese sus necesidades. Siguiendo su senda retirada, la única que conviene al poeta, ha conseguido Antonio, sin proponérselo en absoluto, algo excepcional: concitar el respeto de tirios y troyanos en el ruedo poético de este país. Nada es posible sin el don de la palabra, que Antonio ha recibido generosamente, pero tampoco lo es sin la honestidad. Y eso es lo que nos encontramos en cada uno de sus nuevos trabajos, un acercamiento humilde, una puesta a disposición de lo que la verdad poética pudiera solicitar de su escritura. Esta actitud abierta y respetuosa, lo ha llevado, sin perder sus señas de identidad, que estaban ya luciendo por entero desde sus primeros versos, a renovarse con cada nuevo libro, a ir un poco más lejos en lo profundo y lo ceñido, en lo esencial.

Pensamiento y lirismo se dan la mano en la poesía de Antonio como sólo ocurre en las grandes ocasiones. Y esto es así porque, en sus versos, lo pensado nunca arrastra la pesantez de lo consabido; y lo lírico jamás incurre en la falacia del sentimentalismo. Si su libro anterior, Piedras al agua, siguiendo el cauce natural de una poesía amiga del conocimiento, se internó por el camino de la consideración racional sin perder de vista el poder penetrante de lo intuitivo, de la enunciación hermética iluminadora, Corteza de abedul se presenta ante los lectores como un libro más cómodo de acceso. El lirismo, que nunca ha faltado en este poeta -porque no puede faltar, de un modo u otro, a su cita con la poesía-, permea por entero Corteza de abedul. Hablo de una nueva delgadez en el decir, de una vuelta de tuerca a lo musical del hecho poético, de un acercamiento cada vez más humilde y enamorado a la realidad exultante del mundo natural, a los almeces y los cantos rodados, al pájaro que inunda los ojos de estupor reverente.

El vuelo contemplativo de estos versos afilados, su desnudez creciente, implican una maestría de oficio, un trato de íntima amistad con el idioma, que no se deja ver, que no necesita exhibirse, pero que está muy presente en la propiedad de cada pausa, cada silencio, cada encabalgamiento y cada coma. Antonio canta hoy con toda la voz, porque puede permitirse desplegarla entera sin incurrir en la falsedad, porque está cada vez más enamorado del misterio radiante de todas las cosas: Mis latidos no bastan, primavera: / sé que me evitas al mostrarte tanto. / Qué bien sabes excluirme en este margen / en el que me colocas. Más intensos, / los amorosos cúmulos, el pródigo terrón, / el polluelo, la larva€ Ah demasía, / ¿cómo voy a rozar siquiera el mundo / mientras está reverberando entero?

En este libro sin bulto de poeta, sin mapa de cicatrices, el abedul halla su voz, el pájaro su vuelo, los espacios establecen su entera propiedad, las estaciones pasan y se quedan detenidas en un destello de sol, una gota lluvia. Lo que quiero decir es que, aquí, es la propia vida -la altura del collado, / el valle verdiazul- la que canta por derecho de primogenitura ante su vastedad y su extravío. Alegría, gratitud, estupor, van trazando el sendero de una conciencia que contempla lo dado y no busca explicación, sino llenarse más las manos de nube fugitiva, de horizonte, de hojas vivas. Si la poesía de Antonio nunca faltó a su cita con la emoción -pues siempre fue verdadera-, este nuevo alcance de su voz nos la presenta emocionada -vallejianamente emocionada- ante el temblor propio de una palabra que brota, decantada, desde lo más oscuro de su oportunidad. La luz que difunden estos poemas -su aroma recio de certidumbre- se sustenta en la amplitud del día, en la densidad del tronco y la firmeza del suelo. Hechos de casi nada, no hay aquí pensamiento sino en la medida en que el pensar se rinde a la canción y se aviene a servir sus prioridades. Si en Antonio el pensamiento siempre estuvo al servicio de los sentidos, en este libro pleno de tacto y aroma, de visión y oído, de aquilatado gusto, lo sensorial lo impregna todo, y el lector se ve inmerso en esa carnalidad exultante que hallan las cosas cuando quedan tocadas por el amor de la palabra.

Corteza de abedul es, a todas luces, el regalo de un poeta excepcional, un clásico instantáneo de la contemplación lírica.

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