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Apellidos consonánticos

El drama de ciertas tradiciones literarias se forja desde la cuna. Sabemos que el bautismo imprime carácter, y el bautismo, en definitiva, consiste en que nos arrojen al mundo con un nombre y unos apellidos. A partir de ahora, te llamarás así y asá, e irás por el ancho mundo con tus apellidos y tu nombre, ganándote el pan con el sudor de tu frente, dando el cante por calles y plazas, honrando a tu padre y a tu madre, y a tu comunidad de vecinos, y a tu parroquia, y a tu parvulario, y a la Facultad en la que cursaste estudios superiores, si es que los cursaste.

El español es un idioma demasiado vocálico, demasiado armonioso, que sirve para lograr rimas cantarinas, melodiosos gorjeos líricos, pero que no impone respeto fuera de los estrechos límites de las lenguas románicas. Podría haber sido peor: podríamos haber hablado en italiano. Del encuentro entre el temperamento español y el idioma italiano habría resultado una catástrofe difícil de imaginar, algo así como un pueblo haciendo sonar durante siglos y siglos un sonajero gigante; algo similar a una tradición dedicada a hacer gorgoritos en las sofocantes madrugadas del verano. Y téngase en cuenta, además, el añadido canoro del español de América: una orgía melódica, una eterna ranchera.

Los españoles no hablamos en italiano, pero casi, y el hecho es que hemos contribuido a robarle al latín su sequedad, su sonoridad metálica, sus desórdenes sintácticos que tanto lo ennoblecían, y que imponían respeto a los pueblos bárbaros que lo escuchaban por vez primera, tanto como el respeto que infundían las legiones y las águilas de Roma, y el Derecho, y las ánforas de vino e hidromiel. Entre unos y otros, hemos dejado el latín como un trapo, y así no hay manera de que nos tomen en serio. Estamos condenados a ser humoristas, a escribir novelas picarescas, a componer zarzuelas de asunto madrileño.

Mi tesis, creo que irrefutable, es la siguiente: llamándonos Garcilaso, Quevedo, Góngora o Cervantes (y no digamos Clarín, o Espronceda) no podemos competir en los grandes cánones de la literatura universal, esos que establecen los influyentes, y también irrefutables, gurús de las universidades anglosajonas. No se trata de literatura, sino de empaque, sonoridad, dignidad acústica.

Para que a uno lo tomen en serio hay que empezar por tomarse en serio uno mismo, desde el nombre. Otro gallo filosófico, y narrativo, e incluso poético cantaría, si nuestros clásicos hubiesen sido lo necesariamente consonánticos. A su debido tiempo, unas cuantas oclusivas prenasalizadas, o algo así, constituyen una corona. Si se hubiesen llamado Trakl, o Kierkegaard, o Trubetzkoy, el asunto habría sido distinto. Ahora tendríamos cuarenta o cincuenta escritores en primera división, en lugar de unas cuantas glorias para consumo doméstico.

El único consuelo que nos queda, el último recurso, es recurrir al pseudónimo. Apellidos que contengan alguna zeta, en compañía de alguna jota, en contacto con un par de eñes: una letra que es, desde el punto de vista verbal, la gran aportación española a la historia del hombre. Debemos eñecizar cuanto antes la literatura española.

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