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Luis Úrculo: Ornamento y delito

Luis Úrculo: Ornamento y delito

Imaginemos por un momento al arquitecto Adolf Loos, mientras escribía su famoso artículo Ornamento y delito, publicado en 1914, alcanzando a vislumbrar durante un pequeño instante la trascendencia que tendría su análisis y lo arriesgado de su postura, al menos tras la penúltima revisión del texto en la que anotó, al final y con determinación, que la carencia de ornamentación había elevado a las otras artes hasta alturas insospechadas, que esa falta de adorno es un signo de fuerza intelectual y que el hombre moderno reutiliza la ornamentación prexistente a su antojo para centrar su capacidad de invención en otras cosas. Ya ha pasado un siglo desde aquel momento estelar. Loos no estaba equivocado y su idea vuelve una y otra vez. Vuelve, por ejemplo, a través de la cita y el comentario que supone la primera exposición en Valencia de Luis Úrculo (Madrid, 1978), que toma el mismo título de Loos.

La formación como arquitecto de Úrculo -uno de los artistas españoles jóvenes con una proyección internacional sólida y envidiable- le lleva a cuestionar los discursos sobre la arquitectura y su presentación, por lo general vacía y como escultura, como estructura, fijándose en lo invisible y en la experiencia del detalle.

Toda la exposición es una continuación natural de sus trabajos recientes que, bajo epígrafes como Units o Reconstructions, plantean desde el dibujo y la manipulación gráfica fundamentalmente una catalogación de elementos, por pequeños, inconexos o abstractos que resulten en conjunto, que aparecen dispuestos y arreglados para su estudio como esquemas de una investigación, de un libro de instrucciones extrañas; son una suerte de inventarios en portaobjetos de microscopio gigantes y anotados al pie como las ilustraciones, aunque con códigos que nos disparan a otros niveles de sentido y significado de la forma, de la imagen.

De hecho, la muestra es una potente instalación ad horror vacui donde pequeños trazos de vinilo negro ornamentan las superficies de yeso y cristal y se extienden all over sobre los muros de la galería, sirviendo a su vez de fondo para otras piezas de vidrio, metacrilato o madera en las que Úrculo insiste en la reordenación de esos particulares grafismos de su dibujo.

Las claves las encontramos, al fondo, en una pequeña serigrafía que funciona como posible inventario compactado de todos esos trazos con un pie de foto en el que se referencian distintos arquitectos, del Renacimiento al racionalismo: Andrea Palladio, Bramante, Adolf Loos, Carlos Scarpa, Arno Jacobsen o Mies van der Rohe; en la sala, donde tres de esos trazos se independizan en esquemas sobre tableros ranurados junto a la referencia al supuesto edificio al que pertenecen; por último, en una pantalla que semeja un bloque de piedra y reproduce en loop el ir pasando las hojas como de un álbum de papeles pintados que, en realidad, son posibles fotografías de detalle de las superficies marmoladas de los distintos edificios, de cuyas betas, tramas y hendiduras se han obtenido cada uno de los pequeños trazos negros.

Ficción o realidad en el proceso, la fijación y el registro de todos esos detalles arquitectónicos de cerca habla de algo imperceptible en la mirada a los materiales y sus propiedades, lo fundamental del clasicismo para Loos, mientras se apunta al delito de convertir el mismo detalle en piezas abstractas para un ornamento elevado al barroco impuro que lo cubre todo.

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