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Mercados medievales

E­l pasado (¡ay!) verano anduve dando vueltas por España, de soto en soto como quien dice, pues no había forma de escapar al horrendo calor. La verdad es que el horno -nunca mejor dicho- no estaba para bollos, pero aun así de vez en cuando lograba salir de mi abotargamiento y me daba cuenta de que a mi alrededor bullía una actividad desconcertante: ¡había caído de sopetón en un mercado medieval! En el norte y en el sur, en el este y en el oeste, en la Comunidad Valenciana y fuera de ella, parecía que la máxima diversión de los veraneantes era dejarse apretujar en un mercado medieval. Había variantes, ciertamente, a veces animaban la cosa con una cabalgata (medieval, faltaría más), con una representación de amores imposibles o con una simulación de quema de brujas. Pero lo normal era que el presupuesto no les diese más que para un mercado medieval y con eso se contentaban.

¿Qué por qué llaman medievales a estos mercadillos? Francamente, no lo sé. Consisten en gente normal que se viste de manera estrafalaria para vender quesos, encurtidos, pan, vinos, artesanía y, en ocasiones, ropa o zapatos. Que yo sepa los medievales se fabricaban todos estos productos en casa y cuando iban a las ferias era para cambiar alguna mula por corderos, terneros o pucheros. Por otra parte los vendedores no suelen dar el pego. Es inevitable que debajo del sayón les asomen unas zapatillas Nike y a veces que por encima también se vea un chándal: me recuerdan a las representaciones teatrales que hacíamos de críos ataviados con sábanas o albornoces. En cuanto a las mercancías expuestas a la venta, aparte de malas y revenidas, suelen chirriar en demasía: la ropa acostumbra a ser made in China y los quesos los podemos encontrar exactamente iguales en el súper de la esquina, solo que con la etiqueta puesta. Así no hay ilusión medieval que resista.

Bueno, pues sorprendentemente, eppur si muove: estos mercados no solo no decaen, sino que cada año hay más y más grandes. Aquí pasa algo raro. Tanto llegué a tener la mosca detrás de la oreja que, aprovechando que estaba por el Pirineo, me di una vuelta por el sur de Francia à la recherche du marché du moyen âge perdu. ¿Adivinan?: mercados en la plaza de los pueblos vi muchos, medievales ninguno. Allí venden lo que ellos mismos fabrican y no necesitan vestirse de mamarracho: mermeladas deliciosas, huevos, pollos, mantequilla, foie gras, en fin, los productos campesinos de toda la vida. Como en España esto está prohibido, se supone que por la normativa de la UE, habrá que pensar que el Brexit es una tapadera para una crisis mucho más grave y que en realidad hace tiempo que Francia (como Alemania o Italia, donde hay mercados parecidos) salieron de la UE.

Lo bueno del verano es que tienes tiempo de reflexionar sobre casi todo, hasta sobre los mercados medievales. Pensando y repensando me parece que he encontrado el quid de la cuestión. La pasión de los españoles por los mercados medievales, no tiene que ver con el sustantivo, sino con el adjetivo: si vendieran iPads medievales, les daría lo mismo. Lo que les importa es que algo parezca medieval. Es seguro que un mercado dieciochesco estaría condenado al fracaso. Y es que los españoles somos como los cangrejos, siempre mirando para atrás en busca de nuestras presuntas raíces. La edad media justifica casi todos los mitos fundacionales de pueblos, regiones, naciones y demás quincalla ideológica de este país: aunque estas entidades tan respetables se formaron en el siglo xix, al personal le gusta imaginar que procede de los siervos de la gleba de cuando los señores de horca y cuchillo. Hace cuarenta años nos prometieron que nos iban a servir las esencias de nuestra cultura propia en bandeja, pero año tras año comprobamos que todo está siendo un fiasco. Así que nos consolamos con mercados medievales. Es un caso de masoquismo cultural único en el mundo. Pues nada: que no decaiga y que ustedes lo vean.

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