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Una bocanada de aire frívolo

La exposición que la galería Espaivisor dedica al fotógrafo valenciano Ximo Berenguer nos lleva a plantearnos la ya hace tiempo superada oposición de si estamos frente a un documento o una fotografía artística, aunque ¿eso importa? En la mayoría de estas imágenes no vemos un trabajo de preparación previa del espacio como tampoco una voluntad por esconder o en todo caso limitar aquellos elementos que afean el entorno, ni tan siquiera un estudio de la luz artificial tan cruel cuando incide sobre el cuerpo. Por el contrario sí hay un relato, un concepto de archivo, de documentación de un espacio, unos personajes y un tiempo.

El espacio es El Molino, famoso café-concierto de la ciudad condal que data de principios del siglo pasado y cuya fama en aquellos años 70 transcendía nuestras fronteras. El local consiguió capear la dictadura, síntoma de que en sus butacas se sentaba todo un grupo heterogéneo de hombres, del obrero al empresario, del intelectual al aristócrata, el fascista y el «rojo» acudían en busca de erotismo, de eludir por un par de horas una existencia gris y plagada de censura, la que imponía el régimen y la que cada uno se auto infligía, para meterse de lleno en un universo de picardía, de cuerpos desnudos y de dobles sentidos. El espacio que Berenguer fotografía en blanco y negro tiene, sin embargo, poco de glamouroso. Deberíamos imaginar un escenario multicolor y un patio de butacas bullicioso -y seguramente así sería- pero lo que percibimos es un ambiente cerrado que huele a naftalina y cierta decadencia.

Es el mismo olor que intuimos dentro, en los camerinos, ahí donde las expectativas de bailarines, vedettes y actores pasaban largas horas de su existencia deviniendo otras personas. Así, coincidirán con nosotros en que resulta conmovedora la fotografía de ese hombre semi-desnudo que mira fijamente a la cámara y que parece querer -y no atreverse- gritar al mundo su condición sexual, su deseo de no tener que llevar pantalones y sí una corona de plumas sobre su cabeza como lo hacen sus compañeras de escenario, no querer ser el chico de la película para convertirse en la protagonista del show. Las chicas del coro, por el contrario, posan para el fotógrafo con la esperanza de que esa fotografía sea su pasaporte a la fama. Ni uno ni las otras son conscientes de que el fotógrafo no oculta los suelos mugrientos, las grasosas paredes empapeladas, la penumbra de los pasillos.

Acostumbrados como estamos en este siglo xxi a ver mujeres bajo cánones de belleza impuestos por la publicidad, de medidas concretas y pieles blancas impolutas, nos resulta sorprendente ver mujeres de cuerpos «reales», sin posterior photoshop ni filtros que los maticen. No nos extraña que se colgaran avisos manuscritos en los que se podía leer que «por orden gobernativa se prohibe dejarse tocar del público y besarlo». Estos eran los personajes.

El tiempo es la tregua que el music hall proporcionaba en una época de muchas convulsiones políticas. Tregua, hermosa palabra que tomamos del texto del comisario de la muestra, Rafa Levenfeld. Las fotos, tomadas como decíamos a mediados de los 70, cubren esa parte de nuestra historia en la que planeaba la incertidumbre de si aquel muerto viviente que había gobernado España durante casi medio siglo se moría de una vez; fueron años de lucha, de ETA, de recuperar principios básicos como la igualdad y libertad, y de dar una bocanada de aire, aunque fuera un poco viciado, en El Molino.

Terminamos el recorrido de la exposición y llegamos a la conclusión de que estamos ante un trabajo de archivo: agarrado a su Pentax, Ximo Berenguer documentaba no solo el devenir diario de aquel music hall, sino y sobre todo unas vidas, una época, un pasado, nuestro pasado no tan lejano. Probablemente sin saberlo Berenguer practicaba aquella frase que dijo el fotógrafo alemán August Sander «veo las cosas como son y no como deberían ser».

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