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Ostras, champán y el arte como pretexto

Ostras, champán y el arte como pretexto

Las memorias de Simon de Pury, un subastador que trabajó para Sotheby´s y llegó a tener su propia casa de subastas, no tendrían nada que ver -en una hipotética comparación- con las del profesional del arte español, tan (de)pendiente de las ayudas públicas (en forma de compras o de subvenciones) como de la diosa Fortuna. Es una de las primeras cosas en que se piensa cuando se acaba la lectura de este libro. Algo que tiene que ver con el tan controvertido debate actual en torno a la (in)existencia del coleccionismo privado en nuestro país.

Pero volvamos al libro. Podríamos decir que este suizo nacido en 1951, ambicioso y hedonista a partes iguales, llegó hasta el exclusivo mundo de las ventas de arte porque no valía para otra cosa; lo cuenta él mismo: lo intentó como artista, pero no hubo manera. Tuvo la fortuna de que corrían otros tiempos: hoy su amor por el lujo y la voluptuosidad difícilmente habrían encontrado acomodo en un mundo cada vez más especializado como el del arte.

En aquellos tiempos, De Pury logró empezar una carrera como marchante gracias a un enchufe: Ernst Beyeler, ahí es nada, se encargó de formarlo, y para ello lo mandó de tournée por galerías como Kornfeld y casas de subastas como Sotheby´s, donde llevaría a cabo buena parte de su carrera posterior -y donde hizo de todo, hasta llevar cafés- antes de recalar en Villa Favorita: Heini Thyssen se lo llevaría finalmente consigo. Antes, claro está, haría un cursillo (bonito vocablo castellano que ha perdido el favor de los hablantes en detrimento de otros mucho, mucho más caros) que le ayudaría a distinguir un Ghirlandaio de un botijo.

Uno de los capítulos más divertidos del libro es el que se refiere al barón Thyssen (un título, nos informa, más que dudoso; un hombre, en cualquier caso, procedente de una familia que aupó a los nazis). Es decir, a Tita Cervera y su llegada y conquista total al imperio Thyssen.

De esta se cuenta, entre otras lindezas, que quiso destruir -cual émula de la esposa de Winston Churchill- uno de los dos retratos que Lucian Freud hizo del campechano y mujeriego y bebedor barón. En él, según la ex de Espartaco Santoni, parecía veinte años mayor. Ante tal situación, De Pury obtuvo el cuadro en préstamo; incluso se ofreció para comprarlo. Cuando la hoy baronesa se dio cuenta de que su precio llegaba al millón de dólares, lo reclamó. Había cambiado de idea.

Más allá de anécdotas como las referidas en torno a artistas como Sam Francis, o a coleccionistas como G. David Thompson (el mismo que compraba por lotes; así, toda obra de Paul Klee que encontrara a su paso cuando todavía estaban muy baratas), la narración llega a apabullar al lector interesado en el arte o en su historia más reciente debido al continuo deslumbramiento, provocado por mil y un millonarios, mujeres de millonarios, récords de venta millonarios y, en fin, lujo y voluptuosidad por doquier. Ello por no hablar de la traducción, sin corregir (los correctores de estilo no son, efectivamente, un lujo; anote, señor editor), con lo que la irritación llega a aparecer con demasiada frecuencia a lo largo de la lectura.

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