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¡Escritores:comeos los unos a los otros!

¡Escritores:comeos los unos a los otros!

La cadena trófica, también llamada cadena alimentaria, dice la RAE que es la sucesión de relaciones entre los organismos vivos que se nutren unos de otros en un orden determinado. El canibalismo o antropofagia es la acción de comer el hombre carne humana. El ornitorrinco es un animal sorprendente: parece pato sin serlo, nutria sin serlo, ovíparo pero mamífero, castor sin ser castor. La anaconda es un reptil de querencias estrangulatorias.

Y podría continuar dando definiciones que ilustrasen la fauna que Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963) describe en esta novela, ensayo, novensayo o novelansayo que continúa su anterior Señales de humo para recorrer, en esta entrega, la historia de la literatura española desde el siglo xviii hasta ahorita mismo, contada a través de la familia Belinchón, aspirantes a autores o autores en extremo frustrados en sus ansias de gloria. Los escritores románticos (ornitorrincos) se comieron a los dieciochescos y fueron devorados por los realistas galdosianos, a quienes a su vez se tragaron los del 98, que cayeron luego en las fauces de la Generación del 27 (o «artefacto del 27»), digerida que fue por los realistas sociales de la posguerra a los que se zampó el grupo que detestaba aquella «generación de la berza»... Los escritores, caníbales que son, devoran a sus precedentes para nutrir su nuevo modo de practicar las letras. Así son las cosas y así convendría contárselas a los alumnos de institutos y talleres literarios, como el propio Reig hace, apoyándose en los «Ejercicios prácticos» divertidísimos que coronan cada capítulo, y en sus «Para saber más» que aconsejan con buen tino. O sea, La cadena trófica y su anterior entrega son dos libros de texto de alguien que detesta los libros de texto de la mayúscula «Historia de la Literatura» tal como están escritos: rebosantes por todas partes de hombres ilustrísimos y (pocas) mujeres excelentísimas. Y sazona Reig esta entrega con Juan Benet haciendo el tonto, que alguien tiene que cargar con el papel de bufón. Y con una despiadada batalla final de escritores defensores del «Argumento» frente a los fanáticos del «Estilo» que si no hace reír a carcajadas al lector es que al lector algún mal le aqueja. Yo me lo pasé en grande: con todo el libro, benetianas incluidas. Pero no conviene engañarse: no se trata de una humorada. Es un tratado sobre los miles de tonterías que el academicismo ha acumulado para explicar la historia de la literatura. Y es, al mismo tiempo, un denodado esfuerzo en defensa de la escritura rompedora y en libertad. Es un cuento contado por un tipo muy listo, lleno de furia y sarcasmo, y que significa mucho. No, no conviene equivocarse.

Los pijamas de Weyler

Claro que hay humor, mucho y amargo. Como los libros académicos y universitarios se atiborran con notas a pie de página, Reig las usa, pero con un tono de burla comprimida: «Los elefantes no suben a una embarcación hasta que el capitán les promete que volverán a casa. Por su parte, son tímidos, y se ocultan para copular en secreto durante cinco días seguidos». O bien, «Dolores Armijo naufragó en un barco mercante (...). Como todo el mundo sabe, el comportamiento de un cadáver bajo el agua es impredecible». Más adelante: «Se dice que Weyler era muy tacaño, hasta el punto de que en una ocasión sus hijos le suplicaron que les comprara pijamas. ‘¿Pijamas? ¿Para qué queréis pijamas?’, dicen que dijo don Valeriano. ‘Para dormir’, le explicaron. ‘¡Para dormir lo único que hace falta es sueño!’, rugió el militar». Y por no cansar más, una atinadísima reflexión: «El paso de la fase de amaestramiento por hambre, fuerza y miedo al adiestramiento mediante la creación de necesidades aumentadas se puede señalar en España hacia 1962, cuando el miembro del Opus Dei, Laureano López Rodó se hace cargo de la Comisaría del Plan de Desarrollo». Vuelve el tono jocoso: los españoles trajimos no poco de América: «Nosotros a cambio les llevamos la sífilis, la única religión verdadera, los caballos, el Quijote, la Compañía de Jesús y esos otros inventos españoles que han cambiado el curso de la Historia Universal: la fregona, el futbolín, el submarino de Isaac Peral, la guerrilla y el aparcamiento en doble fila». O la enorme hipocondría de los escritores del «boom» (las anacondas): léase la página 225. Y no se olvide el muy útil concepto de «capital simbólico» como determinante de los propósitos del Poder. Y la consideración, tan benetiana por cierto, de la Guerra Civil española como «guerra de atrición». Pero, sin duda, refulge el mensaje que envía Cervantes a los escritores de todos los tiempos y que Reig seguro que suscribe: «Dad un buen portazo y abrid la ventana de par en par, compañeros, que así no vais a ninguna parte». En este libro están todos (casi) los escritores que fueron: con mil anécdotas y palos de deslomar. Ay, quién pudiera dar clase así. Ay, cuántas clases creo recordar haber dado así.

Como es marca de la casa Rafael Reig, una de las figuras literarias más burladas es la de Juan Benet. Cada cual tiene sus fobias y piensa que son las mejores. No comparto sus páginas al respecto porque cada cual tiene sus filias y piensa que son las mejores. Pues bien, en las páginas 255-6 de La cadena trófica se me menciona como copartícipe de una anécdota benetiana que transcribo tal cual aparece: «En una ocasión el profesor García Pérez llevaba a Benet y al director general [de Cubiertas y Mzov, Enrique Pérez Galdós] al aeropuerto de Asturias. En el asiento de atrás del coche había un libro que era lectura obligada ese año para los alumnos de García Pérez: Miau, de Benito Pérez Galdós. En cuanto lo vio, a la altura de la gasolinera de La Tenderina, Benet lo tiró por la ventanilla, aduciendo que no soportaba la presencia de aquel ejemplar y que cambiaba toda la obra de Galdós por una sola línea de Stevenson». El sucedido suma tres errores y ya veo al lector de estas líneas ansioso y desvelado por conocer la verdad. No he de darle ese gusto, lo siento. En las páginas 252-3 de mi Una meditación sobre Juan Benet se cuenta cómo fue en realidad tan nimio incidente. Pero, curiosa que es la vida, la historieta se ha hecho popular y ya conoce todo tipo de variaciones: incluso no falta quien se la ha apropiado protagonizándola, sin haber estado siquiera presente. Por lo tanto, tengo mucho gusto en que siga así su camino legendario y nada me extrañaría menos que encontrarme un día con el relato de que Enrique Pérez Galdós me arrojó por la ventanilla de un coche para que no fuese testigo de que Benet leía El Miau de La Tenderina en la gasolinera del aeropuerto de Boñar. No en vano en la cita que abre este regocijante libro Antonio Machado sentencia: «Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa».

La clase de literatura

El sueño de un profesor de literatura de Secundaria es cumplir esa expectativa manifestada por los alumnos en cuatro palabras: «Haznos las clases amenas». No es fácil: las continuas ordenanzas boletinescas despistan; el obsesivo control de la inspección educativa por saber si se lleva al día la Programación didáctica acecha; el desinterés o la inquina oficiales y sociales hacia el leer y el escribir trabajan en contra de cualquier amenidad. Tal parece que todo se conjuga para que lo grato, placentero y deleitable ni sea grato, ni placentero, ni deleitable. Pues bien, si ello es así incluso durante las clases de literatura contemporánea, en las que acaso los alumnos puedan pillar algún código con el que identificarse, imagínese el lector el horror que representa amenizar hoy una explicación de Berceo, el poema del Cid o un drama de Lope de Vega. Escritos todos en un idioma que ya no se habla, en verso para más inri, hacen sudar gotas de desánimo al más bragado profesor. Pues a tal labor amena se aplica el cangués Rafael Reig (1963), bien conocido por su afición a romper cabezas apolilladas tanto en su obra, digamos, ensayística como en sus felizmente disparatadas novelas, como en sus iniciativas culturales. Es Reig incómodo, que diría el Poder.

¿Quiere lo precedente decir que Señales de humo es un libro de texto para enseñar literatura medieval y de los Siglos de Oro? Sí, porque cumple tal cometido. No, porque lo rechazaría con espanto la autoridad competente (educativa, por supuesto): por hereje, antiacadémico y descarado, y también por el apabullante conocimiento de causa del autor. O sea, por literario; o sea, por todo lo que merece aplauso para quienes gozamos de la literatura. ¿Es un ensayo, una novela? Qué más da o daría. Es un excelente libro sobre cómo contar la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco que entronca con Los sueños de Quevedo: el narrador, internado en un psiquiátrico (como no podía ser de otra forma), rememora sus clases en el Instituto Sansón y Carrasco de Manoteras, y afirma que es voz autorizada para ello pues vivió las épocas que cuenta. (Sansón y Carrasco: el bachiller que vuelve a don Quijote a su aldea solo cuando juega al mismo juego que Quijano, a ser caballero andante). Dice por ejemplo: «He sido demasiados hombres, he estado unido a tantos sistemas nerviosos a través de los siglos. Fui esclavo y vi el cadáver de Julio César, a los pies de la estatua de Pompeyo; asistí al asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando y su mujer, Sophie Chotek, bellísima aunque estuviera embarazada. En el patio de la cárcel Modelo, he sido Galdós y contemplé en 1890 la ejecución a garrote vil de Higinia Balaguer, la asesina del crimen de Fuencarral (...). Fui Antón Sánchez, fui Dom Nicolas y conocí a François Villon (...). También traté a don Marcelino Menéndez y Pelayo, a Petrarca y a Homero». Y nos propone una manera de leer: «Petrarca leía con pasión, discutiendo con el autor (a veces por escrito, en los márgenes), charlando con él, apropiándose del libro por completo». Todo dirigido a esa «gente del porvenir», como llama a sus alumnos o a los lectores, porque «así es cómo comienza siempre una buena aventura. El lector salta por la ventana, hacia la oscuridad, sin mirar atrás: un amigo le está esperando, dentro del libro».

Y mientras da palo aquí, explicación allá (muy correcta y pausada la biografía cervantina y su mano a mano con Lope), abomina Reig de los «intelectuales», como es costumbre: «Un momento. ¿Leyendo? ¡Por favor! Estamos en presencia de un intelectual, así que había estado ‘relegendi’: un intelectual sólo relee. Leer algo por primera vez es lo característico de alguien que trabaja en un taller de chapa y pintura; una experiencia tan ajena a los hábitos de un intelectual como rellenar quinielas o remendar calcetines». Magnífico tratado, del que espero la segunda edición, aunque solo sea para corregir la triste errata de la página 177, ay.

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