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Larkin, el poeta inglés de la posguerra

Larkin, el poeta inglés de la posguerra

Cuando menos lo pensábamos, llegó el Brexit inglés a recordarnos qué complejas son a veces las relaciones interculturales y sus discursos. Las tiranteces no solo vienen del idioma, ni de las conductas, sino que se anclan en unas constantes históricas difíciles de salvar del fuego del desprecio hacia el otro. Esta defensa de la propia identidad sobre la ajena no es nueva ni tampoco exclusiva de ningún pueblo o raza: es algo que el ser humano lleva consigo desde que se erigió como un ser netamente territorial. Es esa autoafirmación a partir de las diferencias con nuestros vecinos lo que nos hace especialmente orgullosos, tanto de nuestras virtudes como de nuestros defectos, que se disfrazan de palabras tan vagas como carácter o idiosincrasia. Pero la cultura supo salir de semejante encerrona simplista y desarrolló ese agudo sentido, llamado pensamiento crítico, para no dejar pasar la oportunidad de cuestionar aquello que nosotros vemos como orgullo patrio, y que no es más que otra tapadera que a veces usan los radicales para imponer su principio oligárquico de orden. ¡Vete tú a saber!

Por eso, lo que realmente hace de Philip Larkin un poeta especial es precisamente su capacidad de autocrítica, de escindirse de la unión que es a veces la mediocridad llevada al número: lo hace desde la disidencia ideológica de la propia burguesía inglesa de mediados del siglo pasado, burlándose de sus principios morales, de sus conductas, de sus costumbres, tan bien diseñadas sobre un modelo social vacío pese a todo, pues su engaño estribaba precisamente en eso, en mostrar solo la escasa virtud de una idiosincrasia burguesa que buscaba sentirse especial, distinguida, diferente. Y la selección llevada a cabo, además de su acertada traducción, a cargo de Damià Alou, no puede más que celebrarse como una de las imprescindibles ediciones críticas que la célebre editorial Cátedra acaba de publicar con esmero y sencillez, que es siempre una fórmula difícil de combinar ajustadamente. Y lo adereza, además, con un total de veinte poemas inéditos en español, que abren nuevas vías de lectura del agudo poeta británico.

Larkin no fue una voz disidente desde la mirada airada del inferior: muy al contrario, se encuadra dentro de esa corriente burguesa anglosajona, tirante y ácida, que mostró con humor los sinsentidos de ciertos hábitos sociales y culturales tan en boga como absurdos en su ser. Así que la ironía iba a ser su arma más letal para tratar tantos asuntos serios, profundos y existenciales. Pero eso tampoco significa un exceso de intelectualismo o de sentido lúdico de la poesía, más bien en Larkin ocurre todo lo contrario, pues lo emocional, la tristeza honda detrás de sus ingeniosas estampas, son finas pieles donde se deja entrever el desaliento de quien ve más diferencias con sus coetáneos que semejanzas y no lo hace desde el dandismo erudito, sino desde el firme convencimiento de sentirse cercado por todo menos por la divinidad. Sería una perfecta tragicomedia de la existencia aquello que sus versos acaban delatando como el motivo real de esa desconexión con los otros.

No se trata de un simple libro de poemas, traducido con mayor o menor éxito, sino de un testimonio vivo de cómo en la diferencia también cabe la soledad como trampa y que se podían decir las cosas de otro modo a como las habían formulado, por ejemplo, años antes Eliot, Auden o Pound. Ser trascedente desde lo más cotidiano iba a ser su coartada creativa, quizá su única manera de expresar que la experiencia de la vida no solo se sostiene de metáforas insospechadas, de gravedad de voz y de espíritu, sino también de la mirada más simple, capaz de detectar en las menudeces su detalle más glorioso, su trascendencia. Sí, podremos afirmar, tranquilamente, que al fin y al cabo esto es un tanto elitista, cargado de cierto aire pseudoaristocrático si se quiere, pero a estas alturas ¿a quién le sorprende esta actitud en un inglés? El libro, sin embargo, solamente puede unir por su adictiva calidad. Eso también lo tienen muchos poetas ingleses. Los buenos, claro.

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