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La Renta y el llanto

Hoy tengo el día marianojeístico: De Larra y Sánchez de Castro, dicho sea entre paréntesis. Igual que algunos se levantan con el pie izquierdo o con el derecho, con apetito napoleónico o con espíritu de Mahatma Gandhi provincial, yo tengo arrebatos de naturaleza literaria, provocados por largos enquistamientos de lector. Cada cual termina por especializarse en todo, incluso en enfermedades, en desdichas, en pequeños raptos de la fortuna. De ahí que me ponga a veces schopenhaueriano de ceño fruncido, o profético de megalomanías varias a lo Álvaro de Campos, o mediterráneamente cantor de la calidez paisajiística como Sandro Penna. Los estados de ánimo propiciados por los devaneos de mi imaginación literaria resultan innumerables.

Cuando llegan estas fechas me pongo larriano, pero revisionista. El abuelito Mariano dijo que escribir en Madrid era llorar, y los españoles, que elevamos todo a categoría, hemos popularizado que se lamentó de este modo: Escribir en España es llorar. Para el caso es lo mismo. Además, en aquellos tiempos, los escritores que no escribían en Madrid no existían, ni siquiera a la hora de llorar. En provincias, no se lloraba en serio, allí los escritores se espectralizaban hasta desaparecer, deshechos, en el caldero magmático de las artes y las letras.

Escribir en España no es llorar. Llorar es hacer la declaración de la Renta. Hacerla después de haber estado escribiendo todo el año. Hacerla después de los poemas, y de los artículos, y de los relatos, y de las páginas de la novela en marcha, y de los bolos por la España biodiversa y lacrimógena. Eso sí es llorar, cuando uno comprueba lo poco que gana con este extraño oficio de la literatura.

No he querido hacer el cálculo aproximado de a cuánto me sale la hora de trabajo, para no caer en un pozo de nihilismo ruso, pero lo cierto es que el asunto da para entristecerse. Ya no tengo edad para ponerme Karamazov.

En mis ensoñaciones y delirios prospectivos, cuando era un treintañero con ansiedad polígrafa, me decía a mí mismo: Marzal, cuando tengas la provecta edad de cincuenta y cinco años, estarás en la cumbre de toda buena fortuna. Te habrás hecho merecedor del nirvana literario, que consiste en escribir lo justo, apenas nada, y cobrar una leña. Se te rifarán las televisiones, las emisoras de radio, los periódicos, para que digas urbi et orbi qué debe pensar la gente sobre todo en general y sobre casi todo en algunos casos concretos. Los jóvenes peregrinarán hasta Valencia, para recibir tu gracia a orillas de la Albufera, después de haberte invitado a comer un arrocito sacramental de bogavante.

Pero el caso es que no. Aquí sigo escribiendo, amarrado al duro banco de una galera turquesa, ambas manos en el remo y ambos ojos en la tierra, etcétera, esperando que pasen estos días aciagos de encuentro con la Tributaria, y que me revelan mi pauperrinidad, por decirlo con prosopopeya consoladora.

Que por junio era, por junio, cuando hace el calor, cuando los trigos encañan, hago la Declaración, y lagrimeo.

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