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La saga de Erik el Rojo

La saga de Erik el Rojo

Cuentan las sagas escandinavas que Thorvald, padre de Erik el Rojo, tuvo que abandonar Noruega, rumbo a Islandia, por haber cometido delitos de sangre, y que el propio Erik, de cabello incendiario, tuvo que huir de Islandia treinta años después con su familia y todas sus pertenencias, caballos, armas y esclavos, por lo mismo.

Y es que un vikingo podía ser, al mismo tiempo, un rudo invasor, un explorador de nuevos horizontes, un terrateniente celoso de sus propiedades, un hirsuto pirata y un fugitivo.

Erik aparejó su barco y, antes de partir, habló así a sus amigos:

—Cien veces me habéis demostrado vuestra lealtad -les dijo-, pero no quiero ser la causa de vuestras muertes. Voy a buscar la tierra que Ulf el Cuervo avistó hace muchos años, cuando cuentan que perdió el rumbo y fue arrastrado hacia el oeste a través del océano. Si la encuentro, volveré a informaros. De lo contrario, será mi alma quien venga a despedirse.

Se hizo al mar, y las embarcaciones de sus amigos le acompañaron durante un trecho.

Aquellas naves vikingas, los drakkars, eran pequeñas y de poco calado. Tenían una cabeza amenazante de dragón o de serpiente marina como mascarón de proa. El casco carecía de puente, con lo que a bordo nadie podía guarecerse de los golpes de mar o de la ventisca.

Solo llevaban una vela cuadrada, en un único mástil. Si el viento amainaba, arreciaba más de lo soportable o soplaba en contra, avanzaban a fuerza de remos. Con una embarcación de este tipo, hoy nos sentiríamos intranquilos hasta en un estanque.

Para colmo, carecían de brújula y de mapas. Navegaban basándose en la latitud y en el sol y las estrellas, gracias a su conocimiento de las costas, de las que procuraban no alejarse, y del vuelo de las aves.

Se guiaban también por el color del agua, por las corrientes, por las maderas y hierbas que encontraban a la deriva, hasta por el olfato y el tacto del viento, que acariciaban como quien toca el arpa o peina con los dedos la crin de un caballo y, cuando era preciso, por mera intuición. Con la sonda escudriñaban sin tregua las profundidades oceánicas.

Durante largas jornadas, el drakkar de Erik el Rojo se enfrentó a un ejército de témpanos que en ocasiones formaba largos muros, más altos que el mástil, y que amenazaban con atrapar el barco y estrangularlo. Pero aprendieron a evitarlos, y acabaron riéndose de ellos.

—¡Somos vikingos! -se jactaban-. ¡Morir atrapado por los hielos es una muerte demasiado tonta!

Por fin, siguiendo una bandada de gansos, alcanzaron una costa que, en su mayor parte, parecía libre de hielo. La inspeccionaron y desembarcaron en la zona más acceCuenta la Saga de Erik el Rojo que Erik y los suyos pasaron tres años explorando aquella nueva tierra, donde abundaban los estrechos fiordos, los fondeaderos acogedores y las islas rebosantes de aves.

Consciente de que para colonizar todo aquello debía reunir a un número considerable de gente, Erik regresó a Islandia. Antes de que le detuvieran por sus antiguas culpas, informó sobre el lugar que había descubierto y al que llamaba Groenlandia, es decir Tierra Verde, en recuerdo de la hierba que crecía en los fiordos.

Los vikingos que ocupaban las zonas más pobres de Islandia, muchos de los cuales habían sufrido una hambruna reciente, se sintieron atraídos por aquella imagen engañosa de eterno verdor, y apelaron a las autoridades para que le dejasen ir, con la condición de que les sirviese de guía.

Así, pues, en la primavera del año 985, Erik volvió a Groenlandia con numerosos colonos, repartidos en veinticinco barcos. De estos, catorce concluyeron el viaje con éxito. De los once restantes, algunos renunciaron a proseguir y dieron media vuelta. Los otros desaparecieron entre la bruma y no volvieron a ser vistos.

Se asentaron y se dedicaron a la exploración y a la caza. Cuando se topaban con una ballena varada en la costa, celebraban una fiesta que se prolongaba varios días.

Erik se nombró a sí mismo jefe principal de Groenlandia, y construyó su hacienda en Eriksfjord, al abrigo de las tormentas oceánicas. Allí vivió con su esposa, Thjodhildr, y sus cuatro hijos: una joven, Freydís, y tres varones, Leif Eriksson, Thorvald y Thorstein. Por primera vez en su vida, había conseguido ser rico y respetado.

Pasaron unos años. Corría el año 1000 cuando Leif Erikson, el hijo mayor de Erik el Rojo, se propuso explorar unos territorios neblinosos que habían sido avistados fugazmente, pero que nadie había llegado a pisar.

—¿Quieres venir conmigo? -le preguntó Leif a su padre-. Todos esperamos mucho de este viaje.

Erik aceptó, pero cuenta la leyenda que, de camino hacia el barco, se cayó del caballo.

—¿Qué te ha ocurrido, padre? -le preguntó Leif.

—Nada. Me he hecho daño en un costado, pero estoy bien -contestó Erik-. Aún así, creo que es una mala señal. El dios Thor intenta avisarme de que no te acompañe. Tendrás que ir solo.

Leif insistió, pero no pudo convencer a su padre.

Zarparon. A los pocos días encontraron el actual Labrador, que bautizaron Helluland, es decir Tierra de Piedras Planas, en atención a la extensión pedregosa que se avistaba entre el mar y los glaciares del fondo.

Más hacia el sur arribaron a una región de abundantes dunas que denominaron Markland, Tierra de Bosques. Y es que, en contraste con la agreste Groenlandia, en Markland abundaban los árboles frondosos.

Cuatro días después llegaron a un tercer país, en el que se adentraron siguiendo la corriente de un río. Largaron anclas, desembarcaron y procedieron a construir un poblado rudimentario. La tierra era fertilísima, el mar y el río pródigos en pesca, y el clima tan benigno que hizo innecesario encerrar al ganado durante el invierno.

Aconteció un día que un explorador regresó muy agitado, con la noticia de que había visto vides en abundancia. Leif y la tripulación vendimiaron cuanto pudieron, y al llegar la primavera volvieron a Groenlandia con un cargamento de uvas. La región descubierta, tal vez Virginia o el golfo de San Lorenzo, recibió el nombre de Vinland, Tierra de las Viñas.

Los asentamientos de Groenlandia que había fundado Erik el Rojo seguían prosperando. Sucesivas oleadas de inmigrantes habían contribuido a aumentar la población, que se extendía por Eriksfjord y los fiordos vecinos.

Pero en 1002 llegó una epidemia que diezmó la colonia. Murieron muchos ciudadanos principales. El propio Erik, al sentir la proximidad de la muerte, pidió que le trasladaran a bordo de su propio drakkar.

—Regadlo bien de aceite -dijo, y se tendió en cubierta, con la espada sobre el pecho-. Todo ha de arder bien.

Llevaron el drakkar a alta mar y le prendieron fuego desde los botes. Fascinados, observaron cómo se hundía.

Y es que aquellos hombres del norte no podían concebir la idea de viajar al más allá si no era a bordo de un barco llameante.

Años después, Thorwald Erikson, el segundo hijo de Erik, navegó hacia el oeste y encontró las tierras donde había invernado su hermano Leif. Animado por la fertilidad del lugar, ordenó el desembarco.

Sobre la arena de una bahía divisaron tres pequeños montículos. Eran tres botes recubiertos con pieles. Bajo cada uno de ellos yacía un hombre oculto. Cuando se acercaron, les atacaron con su arco y sus flechas. Tenían anchos pómulos y eran robustos y de pequeña estatura.

En las sagas se les llama skraelinger, nombre que puede servir tanto para los pieles rojas como para los esquimales. En la lucha, los vikingos mataron a dos skraelinger y el tercero huyó.

De nuevo en su barco, dormían profundamente cuando les despertaron fuertes gritos. Al momento se vieron rodeados por gran número de botes como los que antes habían encontrado en la playa, repletos ahora de skraelinger sedientos de venganza.

A toda prisa, y a fin de defenderse en mejores condiciones, Thorwald mandó sujetar los escudos de combate a los costados del barco. Los bulliciosos asaltantes se limitaron a arrojar una lluvia de flechas, antes de escapar apresuradamente.

Pero Thorwald habia sido herido de gravedad en una axila. Moribundo, aconsejó a su gente que abandonase aquel país de gente hostil. En su tumba colocaron dos cruces, una en la cabecera y otra al pie. Los viajeros hicieron acopio de leña y volvieron a Groenlandia.

Al enterarse de que su hermano había muerto, Thorstein, el tercer hijo de Erik el Rojo, se embarcó para recuperar el cuerpo y llevarlo de regreso con los suyos. Nunca encontró tierra, y su barco erró durante un verano entero. Al llegar el invierno, regresó a Groenlandia. Allí se declaró entre su gente otra epidemia, de la cual se contagió y murió también.

Cuenta otra variante de la leyenda que, siguiendo una tradición de las mujeres vikingas, Freydís, la hija de Erik, cambió su toca de lino blanco por los arreos militares, fletó un drakkar y zarpó rumbo a Vinlandia, para vengar a Thorwald. Nada volvió a saberse de ella.

En el año 1007, el noble groenlandés Thorsfinn, también llamado Karlsefni, que significa futuro gran hombre, se puso al frente de una escuadra de tres barcos, cargados de provisiones y animales domésticos.

Sucesivamente arribaron a Helluland, donde avistaron gran número de zorros, y a la isla Straumey, donde había tantos ánades de plumón suave que resultaba casi imposible caminar sin pisar los huevos de sus nidos.

Al final invernaron en Vinland, donde entraron en contacto con atezados indígenas de cabellos crespos y ojos oblicuos, que les dieron pieles a cambio de telas. Fue durante aquel invierno cuando la esposa de Thorsfinn, Gudrid, dio a luz un hijo llamado Snorre, que fue el primer vikingo nacido en el continente americano.

Viendo que a los extranjeros ya no les quedaban telas ni otras chucherías para el trueque, los indígenas crecieron en animosidad y número, y les atacaron con mazas y lanzas. Tuvo lugar un rudo y sangriento combate, al final del cual los atacantes se refugiaron en sus botes y huyeron, dejando tras sí numerosos cadáveres de ambos bandos.

Thorsfinn Karlsefni renunció a colonizar aquel hermoso país y decidió volver a Groenlandia. Durante el viaje de regreso capturaron en Markland a una familia de esquimales compuesta por un hombre, dos mujeres y dos muchachos, que fueron instruidos en las costumbres y en el idioma de sus captores. Así supieron los vikingos que sus cautivos habitaban en casas hechas de hielo o iglús.

La colonia vikinga de Groenlandia permaneció hasta 1423, año en que la peste y el hambre, consecuencia de una serie de crudos inviernos, se enseñorearon del territorio, y sus habitantes empezaron a perecer en gran número.

La posición misma del lugar en los mapas se hizo progresivamente vaga y confusa, hasta tal punto que unas veces se representaba como un islote y otras como una extensa península.

Mucho después, en 1721, el misionero danés Hans Egede, que pretendía averiguar lo acontecido a las desaparecidas colonias de Groenlandia, sólo encontró ruinas y sepulcros con epitafios rúnicos.

También en Vinland y en Markland se han buscado vestigios de los colonos groenlandeses. Pero la ubicación de sus asentamientos es aún objeto de conjeturas.

Datos arqueológicos indican que, después de que los vikingos descubrieran Norteamérica, sus barcos llevaban de regreso la almeja americana de forma ovalada (Mya arenaria), probablemente como alimento.

Esa almeja, que ahora está extendida por todo el norte de Europa, es para algunos el único efecto perdurable de su estancia en el Nuevo Mundo.

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