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Cosas entre las páginas

Dejo cosas entre las páginas de los libros que estoy leyendo, y se quedan allí para siempre. Rastros físicos y espirituales, porque todos los rastros informan de nosotros al completo: de nuestro cuerpo en el mundo, y de la conciencia que acompaña a ese cuerpo y le da su energía.

Decir para siempre es mucho decir, una manera de hablar: las cosas que meto entre las páginas de los libros se quedan allí hasta nueva orden, hasta que alguien -yo mismo- las vuelve a descubrir por casualidad. Conviene dejar pistas de nuestras aventuras, para recordar que alguna vez las corrimos, aunque fuesen modestas. Conviene dejar huellas en el barro de los días, aunque se borren al cabo de un instante, porque todo sucede muy deprida, y cuando menos te lo esperas ya no hay huellas que dejar, porque ha venido una ola de tiempo y se te ha llevado por delante.

Como el Pulgarcito del cuento y sus migas de pan, yo dejo cosas entre las páginas de los libros que leo, por si en el futuro me ayudan a recuperar a aquel que era mientras leía aquellas páginas, por si me sirven para encontrar el camino de vuelta.

En algunos libros, he dejado hojas de árboles, y flores, porque los estaba leyendo en el campo, o en un jardín, o en alguna habitación en la que había un ramo metido en un jarrón con agua. Las hojas y las flores, entre las páginas de los libros son muy decorativas. Aunque tu propósito no tenga ninguna voluntad de melancolía, las flores y las hojas aplastadas se vuelven melancólicas, y melancolizan mucho cualquier libro, aunque sea un recetario de cocina. Resulta inevitable no pensar en edenes perdidos, en arcadias de otro tiempo, en que alguna vez fuimos dueños de algún paraíso particular. El pétalo de una rosa entre las páginas de un libro de poemas tiene tanto pasado como las guerras de una civilización milenaria.

A veces, he dejado billetes de tren o tarjetas de embarque en los libros. Cuando ya no me acuerdo de haber estado en cierta ciudad, aparece el testimonio de que sí estuve. Si hay un billete de tren que indica un trayecto, pongamos por caso, entre Moscú y San Petersburgo, es porque yo debí viajar en aquel tren leyendo aquel libro. Los utilizo como marcapáginas, pero sobre todo como marcayó, como señalador de mí mismo en el espacio y en el tiempo. La leyenda del preso en la pared de la celda: Marzal estuvo aquí.

Encarto entradas de los museos que he visitado durante los viajes. Y posavasos de los pubs, los restaurantes y las cafeterías en donde he sido feliz, porque pocas cosas me hacen tan feliz como comer y beber en buena compañía. Dejo facturas de hotel, y publicidad que me han entregado por la calle (ofertas inmobiliarias, promociones de automóviles, clínicas odontológicas), y folletos, y entradas de cine, y de toros, y de fútbol. Muchos de mis libros tienen recortadas las reseñas que sobre ellos se publicaron en algunos periódicos, y leerlas también nos empuja a la nostalgia, porque el papel amarillea, y entonces comprendemos que el acto de amarillear es la razón del tiempo.

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