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El príncipe de la concordia

El príncipe de la concordia

Si la filosofía es algo, es el arte de la simpatía. La capacidad de abandonar los esquemas en los que uno se ha educado para asumir otros y describir cómo se ven las cosas desde allí. Un arte más necesario que nunca y en el que Pico della Mirandola fue un maestro. Esa búsqueda de afinidades se encuentra estrechamente asociada con la juventud y su capacidad para generar entusiasmos, y es frecuente en quienes aspiran a la libertad y no a una plaza o posición. Pero para congeniar con otros primero hay que conocerlos y para ello es necesario estudiar. A eso se dedicó Pico en su corta vida, a estudiar y viajar (internet nos ablanda y nos convierte en sedentarios antropólogos de salón). Pico visitó las grandes bibliotecas de la vieja Europa asimilando las principales tradiciones de pensamiento de la Antigüedad y el Medioevo.

Se ha dicho muchas veces que el Renacimiento, más que una época, son unos cuantos espíritus libres: Leonardo, Pico, Miguel Ángel, Erasmo€ que con talante abierto y conciliador, crearon una atmósfera inédita que ensanchó el espectro de los motivos y las investigaciones, nutriéndose de tradiciones que hasta ese momento habían quedado arrumbadas en el trastero de la historia. Ello fue posible entre otras cosas gracias a los mecenas y a que estos individuos estaban libres de la lacra del escolasticismo (esa especie de nepotismo intelectual) y de esa uniformización del pensamiento que exige la pertenencia a instituciones religiosas o académicas. Pico ha conocido en Bolonia el Derecho, en París el viejo legado de la Escolástica, en Padua la filosofía de Averroes y el aristotelismo, en Florencia el platonismo de Marsilio Ficino, en Ferrara la mística judía de Elia de Medigo, en el convento de San Marcos la devoción de Savonarola (le enseñará que vale más amar a Dios que conocerle, que sin amor no se lo encuentra). Una juventud arrolladora de estudio y aprendizaje con la que pretende revivir la historia entera del pensamiento (quedan fuera China y la India, pues Egipto está en el Corpus Hermeticum, que conoce bien).

Sabe bien que para hacerse con un lugar propio en el mundo del pensamiento hay que haber observado antes las perspectivas de los grandes pensadores. Una vez hecho, se puede dar cuenta de qué es el hombre y qué hacemos en este universo. Fue con esa inocencia enérgica y arrolladora, con la que Pico convocó en 1486 el concilio universal de filosofía en Roma. Y como alocución inaugural para apertura de un congreso que nunca se llegó a celebrar, redactó la Oratio de hominis dignitate. Un texto que representa mejor que ninguno el espíritu del Renacimiento y donde se esboza un humanismo inclusivo, abierto a todas las tradiciones de pensamiento.

¿Qué es el hombre para Pico? El hombre es el engarce entre el cosmos y Dios. Necesita a ambos: un orden y una dirección. En este sentido su filosofía es oriental, es una vía de autorrealización o, como se diría en India, de liberación. Respecto a lo primero, el cosmos, Pico asume el esquema neoplatónico. El universo sigue un curso circular en el que el primer principio y el último fin coinciden. Como en el arco de la vida humana, la primera fase es de expansión, la segunda de recogimiento. Primero fabricarse un ego, luego desmontarlo, cuando el magnetismo de lo divino (la gravedad de la gracia) se siente con más fuerza, cuando la multiplicidad ansía retornar a la unidad. Se trata de un cosmos jerarquizado y poco democrático, pero en el que nada carece de vida. Esa jerarquía se estructura en tres niveles. El primero de ellos es el mundo de los significados, un mundo inmaterial, inteligible, angélico, que se encuentra más allá de los astros. El segundo mundo es el mundo celeste (reminiscencia del mundo imaginal de los sufíes, a los que ha leído). Allí se encuentra la mente que mueve la materia, allí están las imágenes que mueven nuestros deseos y alientan la lucha por la vida. El tercero es el mundo sublunar, donde se concreta y manifiesta todo lo que se cuece en el mundo celeste. Esos tres ámbitos se encuentran imbricados, en cierto modo se necesitan y son complementarios, por lo que su jerarquía no es tan férrea como parecería a simple vista.

La necesidad que estos mundos tienen unos de otros se manifiesta en un cuarto mundo: el hombre. Esa es la gran aportación de Pico a una antropología que tiene su origen en Egipto, en los textos de Mercurio Trismegisto. Ese cuarto mundo encierra los otros tres. Como se dice en el Asclepio, el hombre es un gran milagro. Las maravillas de su espíritu pueden superar a las del cielo: «nada hay grande en el mundo fuera del hombre, nada grande en el hombre fuera de la mente y el espíritu. Si hasta él te elevas trasciendes el cielo, pero si te inclinas hacia el cuerpo y miras al cielo te verás como una mosca». La singularidad del hombre radica en que no tiene naturaleza, sino que él mismo se la fabrica. Es un mundo en pequeño que recoge el mundo y lo recrea. En su vivir, con su actitud y quehacer cotidiano, se labra su propio destino, elige el tipo de mundo en el que participar, elige ser ángel o bestia. Colocado en medio del cosmos, no ha recibido de Dios una esencia fija o acabada y ello le permite participar (recrear) todas sus dimensiones. De ahí que todas las criaturas encuentren en el hombre algo de sí mismas. De ahí que sea el mediador y el testigo, el lazo que une al Creador con sus criaturas.

Una idea que recoge la Oratio en un pasaje ya clásico: «Cuando termina la creación del mundo, Dios empieza a contemplar la posibilidad de crear al hombre, cuya función será meditar, admirar y amar la grandeza de la creación. Pero no encuentra un modelo para hacerlo y se dirige al primer ejemplar de su criatura, y le dice: ´No te he dado una forma, ni una función específica, a ti, Adán. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees. La naturaleza de las demás criaturas la he dado de acuerdo a mi voluntad, pero tú no tendrás límites. Tú definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío. Te colocaré en el centro del universo, de manera que te sea más fácil dominar tus alrededores. No te he hecho mortal, ni inmortal; ni de la tierra, ni del cielo. Así, podrás transformarte a ti mismo en lo que desees, descender a la forma más baja de existencia como si fueras una bestia o renacer más allá del juicio de tu propia alma, entre los más altos espíritus divinos´ [€] Colocó en el hombre semillas de toda especie y gérmenes de todas las formas de vida. Y cualesquiera que sean las que cultive, crecerán en él y darán sus frutos. Si vegetales, será planta; si sensuales, será bestia, si racionales, será ser celestial (astro), si intelectuales, será ángel. Y si no contento con la suerte de ninguna criatura, se recoge en el centro de su unidad, hecho un espíritu con la divinidad en la solitaria obscuridad del Padre que está sobre todo, tendrá también sobre todo la preeminencia.».

Obra de arte indefinida, onda y corpúsculo al mismo tiempo, cambiante y multiforme, en ese esbozo de la condición humana resuenan doctrinas orientales. La capacidad transformadora del obrar, mental y verbal, que hindúes y budistas llaman karma, permite esculpir el propio rostro. Atrás queda la naturaleza indefensa y quebradiza de la gnosis pesimista que revivirá en el siglo pasado el existencialismo. El hombre ha nacido para amar y admirar la creación y tiene una misión: realizarse en libertad. El hombre es esa criatura que cincela su propia naturaleza: planta, bestia, ángel o Dios. La magia natural no le hace esclavo de la superstición, sino que le permite canalizar el influjo de los astros, la fuerza inherente de los elementos. Apropiarse de las energías celestes es un modo de escapar a su determinación. La dignidad del hombre se cifra en esa independencia. No puede depender o quedar a merced de un mundo que abarca y trasciende. De hecho, el cosmos mismo encuentra su perfección en la realización del hombre.

Volvemos al principio. Una especie de mutuo consentimiento o simpatía domina el cosmos. Así como el agricultor junta el olmo con la vid, así el mago une la tierra con el cielo. Los tres mundos constituyen un solo mundo en el hombre y en el camino hacia su realización resulta decisivo el amor. Pico recoge aquí no sólo la tradición de los trovadores del amor cortés, como Dante o Cavalcanti, sino también la de la mística musulmana, representada por el sufismo de Ibn Arabí. No preocupa aquí la existencia de la divinidad, sino su conocimiento. Y para lograrlo la vía más efectiva es el amor. «Mira, querido Angelo, qué locura nos domina. Mientras andamos en el cuerpo podemos amar a Dios más que hablar de Él y conocerle. Amar nos aprovecha más, trabajamos menos, le agradamos más. Pero preferimos ir por el conocimiento sin encontrar nunca lo que buscamos, más bien que poseer amando aquello que, sin amar, en vano incluso encontraríamos». Parecen las palabras de un místico hebreo o sufí, que sin duda suscribirían Juan de Yepes o Teresa de Ávila. Pico apunta a la vía platónica de la participación. El fruto supremo de la libertad es el amor. Amor y conocimiento se acompañan, pues no puede amarse lo que se desconoce y no puede buscarse lo que de algún modo no se ama.

El conde filósofo

Varón de ingenio eficaz y multiforme, dispuesto a experimentar todas las corrientes espirituales que salieran a su encuentro, Pico della Mirandola fue el prototipo del hombre renacentista. Bello, distinguido, estudioso y viajero infatigable, circunstancia que facilitó su condición de noble y una madre piadosa, se veía a sí mismo como un explorador del pensamiento, por recóndito o exótico que fuera. Vivió intensamente y murió en extrañas circunstancias con apenas 31 años. Sus grandes dotes intelectuales (al parecer poseía una extraordinaria memoria) le hicieron alimentar una ambición secreta, la de conciliar todas las filosofías. Con 14 años ingresa en la Universidad de Bolonia para estudiar Derecho y a partir de ese momento ya nada detendrá su peregrinaje espiritual, recorriendo los principales centros del saber de una Europa que poco a poco despierta del letargo medieval.

En Florencia cultiva el amor cortés, compone poemas y conoce a los platónicos, entre ellos al maestro Ficino y al poeta Angelo Poliziano, que se convertirá en amigo íntimo. Con 16 años rapta a la gentil Margarita de Medici, a la que al poco tiempo devuelve haciendo gala de su exquisita educación. Tras haber estudiado la filosofía griega, árabe y judía, las tradiciones herméticas y la magia oracular de órficos y caldeos, convoca en Roma el primer congreso mundial interfilosófico. Una disputatio abierta a filósofos de cualquier procedencia. Lleva consigo un programa enciclopédico titulado Novecientas conclusiones de todas las clases de ciencias, en el que recoge una selección de todo género de saberes y tradiciones. Tesis filosóficas, cabalísticas y teológicas, de todas las épocas y lugares. Busca una pax philosophica, como hará más tarde Leibniz. Acaba de cumplir 24 años y está dispuesto a defender 400 tesis ajenas, que incluyen a Platón, Aristóteles, escolásticos, averroístas, neoplatónicos, árabes, pitagóricos, herméticos, cabalistas (47 de la mística judía), oráculos délficos y caldeos, y otras 500 tesis propias. Todo ello para mostrar que todas esas filosóficas están de acuerdo en lo esencial.

La alocución inaugural que redacta para el congreso se convertirá en el escrito más representativo del Renacimiento. Pero el simposio no llega a celebrarse y concluye antes de empezar con la condena pontificia. Siete de sus tesis se declaran heréticas y seis sospechosas de serlo. Huye a Francia pero, finalmente, es encarcelado en el castillo de Vincennes (una histórica prisión donde también pasarán sus días el marqués de Sade, Diderot y el conde de Mirabeau). El valenciano Rodrigo de Borgia, que ya es el papa Alejandro VI, lo redime y se refugia en la Florencia pagana y cristiana de los Medici. Lorenzo el Magnífico le cede una villa en Fiesole donde redactará sus comentarios a los Salmos y el Heptaplus, un comentario jugoso y original al libro del Génesis. En Savonarola encuentra una amistad generosa y fructífera. En sus últimos años se retira con este dominico, promotor de las hogueras de las vanidades, donde los ciudadanos de Florencia eran invitados a arrojar libros licenciosos, objetos superfluos y artículos de lujo. Las campañas contra la depravación de Savonarola acabarían con su arresto y ejecución, ordenada por el papa Alejandro VI, que había rescatado a Pico de los cargos de herejía del papa anterior. En 2007 se desenterraron los cuerpos de Pico y Angelo Poliziano que yacían en el Convento de San Marcos de Florencia. Se encontraron restos de arsénico en ambos. Los investigadores sospechan que murió envenenado, victima de las disputas entre el poder papal, los Medici y radicales como Savonarola. La relación entre ambos sigue siendo un misterio.

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