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Cruz en la prensa escrita

Cruz en la prensa escrita

Hay un espacio colindante entre el periodismo y la literatura, un espacio que se construye con lecturas, con el ser como lector, y que se expresa con la escritura, por el gusto por la buena escritura, entre el amor y la pedantería por las palabras, hermosas y también, muy a menudo, rebuscadas. Ese lugar en el que la escritura periodística es una fórmula más de la literatura fue todo un clásico a lo largo del siglo xix y de la primera parte del xx, pero no se trataba entonces de un periodismo infomativo. Los Azorín, Valle Inclán o Rubén Darío escribían en las grandes sábanas de la prensa escrita de entonces pero sin abandonar su condición de escritores, ejercían de columnistas, analistas o, como diríamos ahora, de firmas invitadas que daban realce y calidad estilística a unos periódicos sin apenas imágenes.

La revolución del periodismo como literatura no ocurrió entonces y aquí sino mucho más tarde y en la América de los años 60 que se anunciaban contraculturales. Primero con Truman Capote y más tarde con los integrantes del llamado «nuevo periodismo», de Tom Wolfe a Terry Southern o Gay Talese€ jóvenes narradores que transformaban la realidad en un relato de proporciones literarias, que escribían en los periódicos pero también en los magazines, alternativos o no. Tras los americanos vendrían los latinos y, finalmente, los españoles, uno de cuyos más conspicuos cronistas empezó en una isla canaria y en torno al fútbol, Juan Cruz.

Cruz es un personaje más que conocido en nuestro país, dada su posición cenital durante muchos años en la sección de cultura del periódico El País, el más poderoso e influyente tanto en la política como en la industria cultural española. El periodista canario ejerció su posición con donosura, con un acento canarión que no ceja, y sus escritos han sido brillantes, más nítidos y exultantes cuando de crónicas extensas o entrevistas de fondo se trataba, cuando el escritor se relega al plano funcional y deja fluir construyendo un escrito sencillo pero clarividente. Juan Cruz, en ese sentido, ha sido un maestro.

Pero ese papel espejo de la escritura periodística no suele consagrar a nadie en nuestro país, donde se valora mucho más el adjetivo que proviene de la ocurrencia sagaz y muchas veces hiriente para elevar al reportero a la categoría más sacralizada del buen escritor. Aquí gusta que se note la firma, al estilo Manuel Vicent o Muñoz Molina. Por eso y por muchas otras cosas y razones, Juan Cruz derivó sus quehaceres hacia la escritura literaria de libros: novelas, memorias y recopilaciones€ Y no mucho más tarde ejerció también como director de una activísima editorial, Alfaguara, desde donde tripuló buena parte de la renovación de la literatura española.

Todos esos quehaceres se resolvieron finalmente con el regreso de Cruz a la redacción central de El País cuando su poderoso grupo mediático entraba en una crisis profunda, económica, de influencia y de recursos humanos. Las redacciones convertidas en máquinas de triturar carne de periodista con altos sueldos por mor de un negocio, el del papel informativo, en fase angustiosa.

Es en ese paisaje devastado del periodismo, cuando en las redacciones ya ni se bebe, ni se fuma, ni se conversa, tan solo se murmulla, que Juan Cruz ha escrito su último libro, una especie de plegaria en torno a la profesión. Cruz reivindica sus años dedicados a los otros como cronista de la actualidad cultural, añora los tiempos baldíos, recupera su paso por la vida del pensamiento y la liturgia de las letras de regreso a la prensa escrita cuando el futuro de la misma se desconoce, cuando su influencia decrece y la tecnología nos hace cada día más ciegos y extraños. Cruz expía sus pecados y los de todos los que, como él, se han dedicado a la tinta diaria.

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