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Arranz y lo breve

El universo de lo breve goza de muy buena salud. Nunca ha habido tantos escritores de aforismos, de fragmentos, de microrrelatos; tantas colecciones editoriales dedicadas a los microrrelatos, a los fragmentos, a los aforismos. Los Cien Mil hijos del Haiku están enfrentados entre sí: los puristas contra los heterodoxos, los orientalistas contra los cultivadores occidentalizantes. Hay escuelas que se citan en público para dirimir a palos sus diferencias de concepto.

Las algarabías de este género resultan beneficiosas para la literatura. Siempre he pensado que de la cantidad es más probable que surja la calidad: la tradición no es otra cosa que una «cantidad de calidades», por decirlo de una manera extraña.

El nuevo libro de relatos de Manuel Arranz (Madrid, 1950), novelista, traductor, ensayista, espléndido crítico en este mismo suplemento de Posdata, cae de lleno en este inacabable ámbito de lo breve. Treinta gramos de oro (editorial Pasos Perdidos, 2017) es un conjunto de cuentos cortos -a veces cortísimos- que cumple de sobra con todos los requisitos de la mejor literatura narrativa: resultar entretenidos, despertar el vuelo de la inteligencia, concedernos una visión acerca de la realidad y de los hombres que en ella habitan.

La tradición a la que se adscribe Manuel Arranz es, desde la cita de William Gerhardier que sirve de pórtico («Es un consuelo, dijo, pensar que hay otras personas en el mundo tan inútiles como nosotros»), la del humor, la de la sátira, a veces con su punto de blancura y a veces -las más-, con abundancia de sarcasmo. Sus brevedades constituyen a menudo apólogos acerca de la mezquindad humana, encarnada en la figura de algún escritor, o sobre la indiferencia que suscita en el mundo la figura del artista. Hay en Arranz una delicada intención moral que retrata los vicios y virtudes de los hombres mediante anécdotas mínimas, y de todos esos dibujos extraemos una impresión poco favorecedora de los individuos que representan al género humano.

Sus criaturas se someten con frecuencia a las leyes del absurdo y quedan atrapadas en él, sin saber cómo eludirlo, pero sin que les importe demasiado su propia situación sentimental. La finura demoledora con que suceden los acontecimientos narrados hace que pensemos en una suerte de nihilismo amable del destino.

Arranz se muestra en sus cuentos especialmente despiadado con ciertos rasgos de la modernidad artística: con la palabrería filosófica y con la confusión intelectual que convierte el oscurantismo en un sistema; con la pedantería verbal a la que se someten muchos escritores; con los malentendidos de la fama y del prestigio. El culturalismo de sus relatos (aparecen como personajes Cioran, Heidegger, Kant, Umberto Saba, Nabokov, Truman Capote) sirve para demoler bastantes de las deidades a las que la soberbia intelectual ha ayudado a rendir culto.

Todos los títulos de los libros poseen cualidades emblemáticas, porque quieren resumir el sentido final de la escritura que contienen; pero los treinta gramos de oro del relato que da nombre al conjunto simbolizan además buena parte del espíritu de nuestra época. Una época en la que se vendían las latas de treinta gramos de mierda del artista conceptual Piero Manzoni con la misma cotización que el oro.

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