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Amoldamientos

Amoldamientos

Una de las tareas principales en la vida es lo que podemos llamar el amoldamiento nuestro hacia las cosas, y de las cosas hacia nosotros. Se trata de una labor recíproca en que buscamos conformidad física y espiritual con los objetos que nos rodean, y en que los objetos que nos rodean se hacen a nosotros con el paso de los días. Cuesta mucho realizarla como es debido. Es un trabajo de prueba y error, de tanteo, de paciente búsqueda. Debemos ahormar y ahormarnos, ajustar y ajustarnos.

Sucede con casi todo: con las casas, con la ropa y los complementos, con los muebles. Sucede con las personas: las amistades, las parejas, los hijos. Hasta que logramos que sus formas encajen en las nuestras, y las nuestras en las suyas, vamos envejeciendo. Conviene volverse cóncavo para todas las convexidades del mundo, y practicar de manera decidida la convexidad, con vistas a poder convivir con tanta realidad cóncava con la que uno se encuentra por la calle.

La moda, que representa la aceleración del gusto empujada por la insaciabilidad del capitalismo consumista, aspira a combatir cualquier amoldamiento, cualquier pausa. Nos fuerza a usar y tirar, a comprar y deshacernos de inmediato de lo comprado, para permanecer en el movimiento perpetuo de la rueda giróvaga del deseo y su satisfacción inmediata. Lo único que debe durar toda la vida -nos dicen los sacerdotes ebrios de la moda, en mitad de su akelarre vertiginoso- es el convencimiento de que para toda la vida no hay nada.

En cambio, me resisto a secundar estos simplismos que persiguen la velocidad de la luz, ese fenómeno en donde quizá las cosas ocurren a mayor gloria de la velocidad, pero nunca en beneficio de la luz.

Me ha llevado mucho tiempo y esfuerzo comprender a alguno de mis abrigos, a lo largo de los inviernos y los viajes, de los arrebujamientos y los paseos a la intemperie, como para considerar que ya no puede prestarme el mejor de los servicios. Llevo años configurando una cartera de cuero negro a la forma de los bolsillos traseros de mis pantalones, a la curvatura de mi culo de mal asiento, y, aunque está más zurrada de lo que aconsejan los criterios simplistas del decoro, aplicados al universo de las carteras masculinas, no pienso deshacerme de ella, ahora que hemos llegado a un entendimiento de dulzuras conyugales.

Podría contar lo mismo de algunos pares de zapatos, del reloj que llevo en la muñeca, y sin el cual no soy capaz de dormir, porque siento que se desparrama por la noche el tiempo de mi mismidad; de los cinturones, de las sillas, de los sofás.

Con la literatura sucede exactamente eso: conseguir una voz propia representa, a lo largo de toda la vida, ir amoldando las palabras, el lenguaje, a las formas de nuestro temperamento; y nuestro temperamento, a las combinaciones de las palabras con las que aspiramos a cantar y contar lo que nos ocurre.

La escritura también es un abrigo, y un sofá, y una silla de cocina. Y una cartera en la que está impresa la huella de nuestro culo de mal asiento.

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