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Narciso Piqueras, entre palabras

Narciso Piqueras, entre palabras

La poesía, en sus modos de reflexión, sus aforismos o sus sorpresas, en la precisión del lenguaje y en su ritmo está siempre presente en el relato por el que transita Juan Vicente Piqueras desde la realidad al sueño, y viceversa, con sus fantasías y sus amigos invisibles, no sólo con la mayor naturalidad, desde el desconcierto o creando el desconcierto, sino con el dominio de la pieza de relojería por la que se tiene al poema al relacionarlo con el relato o con la meditación, que es lo que pasa con su libro, Narciso y ecos. Aquí los géneros literarios se encuentran, se funden, comparten las emociones y la palabra los junta. Y luego está la intensa relación de Piqueras con las palabras, su modo de zarandearlas, de plantearles conflicto, de meterse con ellas, porque las palabras nos hacen y nos deshacen. Hacen y deshacen mil veces a este Piqueras que puede ser un hombre que se desdobla, como tantos de sus personajes, o un hombre solo en el que caben muchos otros, que es lo que también parecen a veces sus personajes. Pero es que la técnica del poema y sus cuidados, tan trabajada por Piqueras, esa técnica, digo, no es abandonada en el caso de este libro, y de pretenderlo quizá no lograría otra cosa que resaltar la coherencia de mundo de un autor con una obra en marcha, maduro y en camino, del que sin embargo se puede hacer ya un valioso inventario.

Este libro de Piqueras es un libro de sueños, el de un soñador que se encuentra en ellos o que se inventa en ellos. Y como diría Proust, «el sueño es como un segundo apartamento que tuviéramos y al que fuéramos a dormir, abandonando el nuestro». También advirtió Walt Whitman: «No dejes de soñar porque en sueños es libre el hombre». El sueño, que a veces se desarrolla en un espacio abstracto, se inventa también lugares en los que no estuvimos nunca y con frecuencia nos recupera escenarios de la memoria o los confunde. Tal vez por eso se lleva tan bien Piqueras con el sueño y vive de él. Eso lo sabe todo el mundo. Pudo haber hecho suyos nuestro poeta estos versos de José Emilio Pacheco: Me parece un milagro que algún desconocido pueda verse en mi espejo. Al fin y al cabo, como dice el mismo Pacheco en otro de sus versos, no leemos a otros: nos leemos en ellos.

Podríamos decir que este libro es un contenedor de historias construidas a capricho, que lo es, claro. Tanto es así que lo mismo te integra en un paisaje desconocido sin que sepas dónde te encuentras realmente que en una estancia familiar. O mezcla unos espacios con otros y de repente estás donde nunca estuviste o donde nunca hubieras querido estar o donde vuelves a estar después de haberte marchado en páginas anteriores. Le pasaba a Narciso.

Antonio Machado estaba convencido, y no seré yo quien se lo discuta, de que de toda memoria sólo vale el don preclaro de evocar los sueños. Y por ellos transita con una sensibilidad poética irreprochable nuestro Piqueras. El sueño, entre otras cosas, es además imaginación, claro. Aunque no sólo eso. Porque a veces se impone de manera pertinente o impertinente, como un loco. Loca llamaba Teresa de Jesús a la imaginación, que puede que sea una novia del sueño. Y alguien me ha dicho, y con razón, algo más de lo mismo: que la imaginación también se maneja como el sueño o como el sueño ella misma se impone. Soñar lleva a veces a recuperar nuestro pasado, sentir su calor, volver al empeño de llegar a ser de una manera u otra, incluso inventándose a uno mismo y llegar a dibujar la mujer o el hombre que no logró ser. Pero todo eso necesita una conversación que se da a veces con el desorden que es inherente al sueño y otras no. De todo eso debió saber mucho Narciso en su pasado. Piqueras ha venido a descubrirlo después de mucho tiempo. Y a lo mejor en esa conversación de Narciso con él o de él con Narciso sintió Piqueras, pasado el tiempo y por años, su propia voz cada vez que soñaba. Pero al final su voz ha empezado a ser otra, transformándose al paso de los años en los sueños. Si primero era una voz que repetía fugaces conversaciones del pasado, luego, a medida que iba olvidándolas, no es que empezara a hablar de cosas de su presente, que ya como es natural no podía ser el suyo, sino que llegaba a hablar de él como si fuera otro. Lo cierto es que si han conseguido vivir juntos tanto tiempo Piqueras y Narciso, aún no encontrándose en el sueño, se debe a que uno vive en el otro o, si se quiere, porque Narciso está encantado de haberse encarnado en Piqueras, y el uno y el otro están encantados de haberse conocido. Nadie descarta, pues, que vivan juntos el sueño de una larga eternidad. No voy a quitarle la razón a Cesare de Pavese: «Se está en continuo desequilibrio», dice. «Nada le pertenece a uno salvo las cosas esenciales: el aire, el descanso, los sueños, el mar, el cielo y todo tiende hacia lo eterno o a lo que imaginamos de la eternidad». Y en ese viaje se circula en prosa o en verso, o pasándose las golosinas entre ellos. A lo mejor porque no hay buena prosa sin poética o porque a veces la poesía necesita hacerse impura y prostituirse un poco con la prosa. La prosa y el verso en cualquier caso se entienden muy bien con un enredador que aquí se llama lo mismo Juan Vicente que Narciso: «Yo que me miro en la fuente -escribe Piqueras- de la página que escribo». O porque el uno y el otro, Narciso y él, se miran en el mismo espejo, igual para la satisfacción que para el desencanto.

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