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Cultura tutelada

La cultura siempre fue peligrosa. Se cuentan por cientos y aun por miles las intervenciones del poder en la vida privada para intentar regular el fenómeno cultural. Su manifestación más sutil es el silencio: su presencia más obvia, la censura; su intervención más radical y odiosa, la prohibición. El silencio es típico de la cultura familiar cuando roza los tabúes molestos de cada sociedad: a los niños de mi generación nunca se nos dieron explicaciones sobre la sexualidad; a los de ahora, que sobre este asunto saben latín, sin embargo se les hurta sistemáticamente cualquier reflexión sobre la cuestión social. Antes había pobres y ricos, pero los nombres de los órganos sexuales eran un misterio que buscábamos a hurtadillas en el diccionario. Ahora ocurre lo contrario.

La censura, en cambio, era impulsada sobre todo por la religión. Aún recuerdo con una mezcla de estupor y diversión aquellas clasificaciones de las películas -4R: pecado mortal, casi nada-, todas aquellas normativas sobre los centímetros de piel femenina que la falda o el escote debían cubrir. Ahora sigue habiendo censura, solo que ha pasado a ser política, probablemente porque la política se ha sacralizado. Cualquiera que se asome a las cadenas de televisión públicas, por ejemplo a TVE o a TV3, sabe a lo que me refiero (confiemos en que À punt, la cadena pública valenciana de inminente aparición, consiga ser otra cosa). Finalmente, la prohibición es típica de las dictaduras y, aunque la impulsan los gobiernos, de hecho afecta a lo más íntimo de la conciencia personal de los ciudadanos sometidos a mecanismos de autocensura. Los nazis prohibieron el llamado «arte degenerado» (entartete Kunst), que comprendía casi todo el arte moderno, por considerarlo «caldo de bolchevismo». Curiosamente, los bolcheviques prohibieron toda expresión artística que no se atuviese al «realismo socialista», acusándola de contrarrevolucionaria.

Lo que tienen en común estos tres niveles de control es que implican que la cultura no se considera una pulsión libre que hay que potenciar sin interferir en ella, sino algo potencialmente peligroso y que debe ser vigilado. Pues bien, estamos de enhorabuena, parece que vivamos en el mejor de los mundos. A los niños la familia no les niega nada y contesta a todas sus preguntas. La censura se ha vuelto políticamente incorrecta, todas las constituciones proclaman la libertad de expresión. Las prohibiciones, en fin, son cosa del pasado, el «arte degenerado» ha llegado hasta al estado teocrático de Arabia Saudí donde se expone orgullosamente en salas habilitadas por el poder. Hemos llegado al fin de los tiempos, que diría Fukuyama. Lástima que algo enturbie nuestra felicidad: la cultura tutelada.

¿Cultura tutelada? Sí, ahora resulta que la cultura no puedes disfrutarla libremente, que te la tienen que suministrar a dosis y con el sesgo que te imponen. Ya es casi imposible visitar un museo o una iglesia sin que un guía te vaya arrastrando al son de una salmodia de elogios hacia los aspectos en los que te tienes que fijar. Si no pasas por el aro, te quedas sin ver el espacio cultural, así que acabas pagando con resignación la entrada y tu único consuelo es echar miradas furtivas a lo que no te enseña el guía. Pero aún puede ser peor. Dicen que es imposible poner vallas al campo. No lo crean. El otro día descubrí una nueva moda: el disfrute tutelado de € ¡los bosques! Hay un fascinante programa de pupilaje (?) en el que un guía te pasea por un bosque, te señala unos cuantos árboles y algún que otro pájaro, te invita a respirar hondamente y al final te hace un té con hierbas que va recogiendo al borde del camino (puede que para que todo sea más natural algún perro se haya meado encima, pero esto no te lo dicen). Perdonen mi impertinencia: ¿es que el personal se ha vuelto completamente tonto? Así gobierna cualquiera: el problema es que nuestros gobernantes pueden llevar al rebaño de mansos al despeñadero.

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