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Henry Corbin: visión de ángel

Al igual que Freud con el subconsciente o Jung con el inconsciente colectivo, Corbin teorizó el mundo imaginal, un estadio intermedio, fundamento de la creatividad, la intuición, la fantasía, lo sensible...

Henry Corbin: visión de ángel

Plotino aconsejaba que toda alma meditara lo siguiente: «que ha sido ella la que ha creado todas las cosas vivas, inspirándoles su principio vital [€] que nadie más que ella hace girar el firmamento conforme al curso previsto. Y que, sin embargo, el alma es cosa distinta de todo lo que ella dispone, mueve y hace vivir».

Enéadas v 1.2.1.

Introductor de Heidegger y Jung en Francia, el itinerario de Henry Corbin a través del mundo espiritual iraní será el que le hará experimentar un radical desplazamiento antropológico: «Ser huésped de una cultura hasta el punto de comunicarse en su lengua y asumir sus problemas es una enorme y temible aventura, pero quien se queda en la orilla nunca podrá descubrir los secretos de la alta mar». Sus investigaciones sobre Sohrawardi y la Persia preislámica lo llevan a identificar luz y ser. Lo que llamamos mundo real no es para Corbin sino luz en distintos grados de intensidad. La jerarquía de los seres viene marcada por la proximidad a la Luz de luces y la consiguiente degradación conforme nos alejamos de la fuente. El hombre de luz es aquel que se orienta hacia dicha fuente y le hace sitio en su alma. A partir de ese esquema, Corbin erige un mundo cuya geografía se convierte en una angeología: el universo es un pentagrama en el que cada octava representa un nivel y se encuentra presidida por un ángel. Una sucesión de teofanías, más o menos luminosas. Dichos acontecimientos espirituales, discontinuos e irreductibles, no tienen lugar en un tiempo homogéneo, sino que ellos mismos tienen su propio tiempo que, como es de esperar, no se conforma con el nuestro. Y ese es el tiempo genuino de la creación. La relatividad de la física de Einstein podría confirmar estas tesis, pero nadie se atreve a establecer el paralelismo, la dependencia del tiempo de la conciencia de un observador.

Corbin era consciente de que se enfrentaba el síntoma más alarmante de su época (que sigue siendo la nuestra): el suicidio de alma, o, por decirlo con sus palabras, «ese piadoso agnosticismo que paraliza a magníficas mentes inspirándoles una especie de terror ante todo lo que significa gnosis.» A contrapelo del clima espiritual francés, que se debatía entre el existencialismo y el maoísmo, tradujo del persa y del árabe una fenomenología de la conciencia mazdeísta, dibujando las figuras y arquetipos que constituían las manifestaciones de lo sagrado en lo cotidiano. Y participó de todo ello de un modo personal, desmarcándose tanto de la filosofía oficial, arrastrada por las ciencias positivas, como de la mirada objetiva y distante del mundo académico. Defendió que la imaginación activa tenía una función cognitiva propia, y que mediante ella se podía llegar a intuir de forma directa el conocimiento (noesis).

La clave de lo real no podía encontrarse en modo alguno en el mundo abstracto de conceptos que barajan filósofos y matemáticos. Tampoco en las percepciones del sensualismo proustiano, había que buscarla en un mundo intermedio, el de la imaginación. La irrupción de lo imaginal desgarraba el entramado de categorías que imponía el positivismo, pues la primera consecuencia importante de lo imaginal era que la mente no era algo que pudiera desmontarse. Corbin seguía a Jung al considerar la psique como una totalidad, sin tratar de reducirla a lo orgánico o a uno de sus aspectos (como hacía Freud con la líbido). Las distintas «regiones» de la psique no eran partes, sino funciones. Y en ellas se centraría en su estudio de lo imaginal (que la tradición iraní llama «Tierra de las visiones» o «mundo de Hurqalya»). Un ámbito que es origen y lugar natural del alma y donde tienen lugar los acontecimientos reales.

Todo ello le llevaría a afirmar una serie de anatemas que sus contemporáneos recibirían con hostilidad. Para Corbin, la perspectiva histórica suponía una construcción mental unidimensional (si el pasado estuviera cerrado no daría lugar a tantas discusiones) y las querellas historicistas le parecían estériles. Tanto nuestras construcciones mentales como nuestros deseos, incluso el amor más sano y natural por uno mismo, no serían nada sin el mundo imaginal. Un mundo, personal e intransferible, donde «nuestros símbolos se toman al pie de la letra».

La clave de la imaginación

Sostener que la imaginación era la clave de lo real, una facultad cognitiva de pleno derecho, podía resultar peligroso. Asociar el mundo real a lo imaginario, en el sentido mítico o ficcional, suponía convertirlo en irreal. De modo que Corbin, siguiendo la vieja tradición iraní, pero también ibérica (uno de sus principales representantes fue el murciano Ibn Arabí), no podía hacer depender lo real de la fantasía, sino que tenía que fundamentarlo en una Imaginatio vera, cuyas leyes constituirían el objeto del verdadero conocimiento.

El destino del mundo ya no dependerá de las interacciones físicas o de los procesos históricos sino que, en un sentido más profundo, lo hará de los encuentros o desencuentros de ciertos símbolos y metáforas (una idea que fascinará a Borges). Cosmológicamente, el mundo imaginal es de hecho el centro del mundo, el eje que mantiene unido lo abstracto y lo sensible, el lugar de encuentro de las ideas y la percepción. Sin ese eje estos mundos se disgregarían. El mundo imaginal es el ámbito donde lo inmaterial (el significado) se hace material (luz, color) y donde lo material (los cuerpos) se hace sutil. Ese encuentro tiene una razón de ser: para que la imaginación no degenere en fantasía, es necesario el descenso de los significados. Pero ahí no acaba todo, para que lo sensible no quede abocado al sinsentido, debe ascender al mundo de la formas imaginales.

Perdonen la complejidad, pero hay mucho en juego. Esa mediación supone la principal virtud de lo imaginal y, gracias a ella, puede servir tanto a la percepción como al sentido. Al ser puente entre lo material y lo inmaterial, lo imaginal «es tanto una forma percibida como un órgano de la percepción» (cualquier historiador del arte sabrá reconocer esta verdad). Lo imaginal crea la «sensibilidad», tan vieja como el mundo, que caracteriza a místicos y visionarios. La pérdida de ese mundo aboca el alma hacia el pozo del nihilismo, del agnosticismo o del culto al poder. Tres agujeros negros que acaban centrifugando a las mentes.

El mundo imaginal

Las visiones y revelaciones (colectivas o particulares), las epopeyas heroicas y místicas, las experiencias simbólicas y las visiones en el tránsito de una existencia a otra, tienen lugar en el mundo imaginal. Pero dicho mundo tiene además otras virtudes. Nos ayuda a liberarnos del dilema moderno entre mito e historia. El mundo imaginal viene al rescate. Hay un sentido espiritual para el acontecimiento histórico. Pero lo histórico no es lo literal, es la metáfora, sensible, de un significado al que podemos acceder gracias a su forma imaginal.

Esa morada es para Corbin la Sabiduría mayúscula, la Sofía de cabalistas y herméticos, la mediadora, el «Alma del mundo» que parece irrumpir periódicamente en la historia pero que de hecho marca su ritmo: en los platónicos persas o en la gnosis chiíta, en los platónicos de Cambridge o en el Newton bohemio, en los cabalistas cristianos o en Jakob Böhme y Swedenborg, en Whitehead o Bohm. Un mundo del alma que es corporeidad celeste, iconografía mental y nostalgia secreta del corazón. Y no hay aquí arbitrariedad lírica, es un órgano de conocimiento tan real como el de los sentidos, y cualquier filosofía que no lo tenga en cuenta se cierra el paso a los acontecimientos reales.

Para la visión gnóstica, el pleroma o unidad primordial del que surgen el resto de los elementos no puede revelarse a sí mismo más que a través de otro. Y dado que no puede reconocerse a sí mismo como otro, debe reconocer a ese otro como sí mismo. Se trata de un lugar común de la mística (la identidad entre el amor, el amantey el amado) y de un antiguo motivo de las upanisads indias (el conocimiento que se conoce a sí mismo). El pleroma se proyecta hacia el exterior y sus emanaciones constituyen una serie de entidades que no tienen realidad propia, sino que son meras disposiciones de la divinidad al proyectarse hacia afuera. Dichas almas tienen por misión trasmitir a las esferas celestes el movimiento de su amor y deseo, y se llaman Ángeles celestes (espirituales o intelectuales) a los objetos respectivos de dicho amor. La imagen que estos ángeles celestes tienen de su propio universo es comparable a la del alma humana cuando ejercita y purifica su Imaginación activa. Dicho universo depende de la pura Imaginación trascendente y no depende más que de sus propias categorías, de imágenes-arquetipos que toman cuerpo como formas-imaginales que enlazan la experiencia sensible (a la que preceden) con la inteligible (a la que imitan).

En este ámbito se representa toda la dramaturgia del alma. Como en el sueño, ésta es al mismo tiempo guionista, escenario y protagonista. Un axis mundi que no tiene dimensiones físicas sino imaginales (que no es ni lo universal lógico ni lo singular sensible), y que no se manifiesta ni en el nivel del concepto ni en el de la percepción. Meditación o sueño sin nada de fantasmagórico o irreal, lugar donde se concilian los opuestos, cuerpo espiritual y tierra celeste donde es posible superar el dualismo superficial entre materia y espíritu, o entrehistoria y mito

Ese mundo tiene multitud de niveles donde se ubican las formas imaginales de los seres individuales (una especie de retrato de Dorian Grey) y de los objetos materiales del mundo sensible. La tradición sufí repite una idea de la filosofía india: las almas humanas, eternas, no se mezclan realmente con el mundo de las cosas materiales, temporales y accidentales, sino que proyectan sobre éstas su imagen, su sombra y su contorno.

Ese mundo imaginal contiene sus propios paraísos y abismos, de hecho, es un multiverso, y encontramos un universo distinto para cada alma. Cuando el místico contempla el universo, en realidad está contemplando sus propias energías y fuerzas, sus propias esperanzas y temores. No vemos las «cosas como son» (entelequia injustificada), vemos las cosas como somos. La Tierra de Verdad es el lugar que refleja las imágenes que proyecta el alma, donde se hacen presentes sus estados de ánimo. No es un escenario abstracto (de una teología negativa, por ejemplo) sino un lugar de apariciones.

Hay en todo esto algo del sueño de una ciencia de lo presencial, erigida por los místicos, maestros en el arte de la «presentificación», que es el arte de hacer presente lo ausente, de crear lugares o personas mediante la meditación intensa. Aunque Corbin insiste en la importancia de los símbolos para la vida del alma, no aclara si la forma imaginal es la trasmutación del dato sensible en símbolo. Sea como fuere, lo imaginal es el origen del alma, «el hombre se halla crucificado entre dos opuestos y sufre hasta que adviene el tercero mediador». Esa mediación viene a través del símbolo y se lleva a cabo a través de la imaginación activa, lo que permite a Corbin lanzar su mantica participativa: «de la manera de meditar la Tierra, dependerá la transmutación de la Tierra».

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