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Poemas para un cuerpo

Aveces imagino un juego cuyo tablero en donde la partida se desarrolla es al mismo tiempo las piezas con que jugarla, y las instrucciones de uso, y la tabla de puntuación, y la historia del propio juego, con sus partidas célebres, con sus héroes practicantes, con sus torneos famosos. Un juego a través del cual tuviésemos que comprender todo lo que no es el juego, todo lo exterior a él, porque el mundo fuera del juego resulta inconmensurable, pero la única forma de percibirlo consiste en desplegar el tablero, disponer las fichas y echar los dados.

Suelo acordarme de ese juego imaginario imposible si me viene la idea del cuerpo a la cabeza (cuando con el cuerpo pienso en el cuerpo, dicho sea de paso, incurriendo en una redundancia que tiene algo de laberinto, de callejón sin salida para el lenguaje y quien lo emplea). El cuerpo representa todo, aunque sea nada más que una parte; porque esa parte es el único sistema del que disponemos para acercarnos a la totalidad y a la parte también. Borges acuñó, en ciertos versos de un poema ilustre, la hipótesis de que Schopenhauer acaso había descifrado el universo. Lo hiciera o no, sea o no el universo descifrable, lo cierto es que Schopenhauer tuvo la intuición de que tanto los conceptos de Voluntad (la cosa en sí, lo permanente e imperecedero) como de Representación (nuestras formulaciones de la realidad a través del velo de los sentidos), y que constituyen las llaves maestras para abrir el mundo, sólo pueden tener lugar en el cuerpo. Estamos condenados a la corporeidad, cuyos límites son el espacio de nuestra libertad ilusoria. El tablero, la fichas, los dados, las reglas, etcétera.

La poesía es un arte corporal, tal vez el más físico de los usos del lenguaje -esa facultad de nuestro cuerpo-, porque se recrea hasta el éxtasis en el sensualismo de las palabras. Lo que el verbo ha perseguido desde siempre es convertirse en carne y habitar entre nosotros, como una realidad independiente más, y en ningún sitio se ha sentido la carne tan a gusto, tan en su propia casa, como en el verbo. Al saberse nombrada, la carne se estremece, se brinda, se vuelve, gracias al lenguaje, un alimento de la inteligencia (y los sentidos). La historia de la poesía, se persiga o no, significa, bien mirado, una historia del cuerpo: de sus deseos, de sus catástrofes, de sus aventuras, de su contento por ser lo que es, de su desdicha por no poder ser otra cosa.

La mítica revista malagueña Litoral (la más importante en la cristalización del 27: la de Lorca, Alberti, Prados, Bergamín, Altolaguirre), que desde hace bastantes años se dedica a la publicación de álbumes monográficos de alta literatura, acaba de sacar a la luz un número -el 264- que me parece excepcional. Se titula El cuerpo. Las antologías poseen el valor, sobre todo, de los textos y autores antologados. La selección de poemas, textos teóricos y obras de arte que han hecho Antonio Lafarque y Lorenzo Saval está destinada a convertirse en clásica. Aquí hay ojos, mejillas, ombligos, nalgas, penes, médulas, vientres, vaginas, corazones, sombras, piel, pelo, esperma. El cuerpo de la poesía ejecutando la poesía del cuerpo.

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