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Celebración pascual

Siempre me ha parecido que nuestras vacaciones de Fallas, tan valencianas (del cap i casal), representan una suerte de atentado contra la celebración pascual del resto de los europeos. Sí, no me miren así, no me estoy metiendo con la fiesta fallera (aunque visto cómo quedó la ciudad hace dos semanas, tampoco sería sorprendente), solo estoy lamentando la proximidad de las Fallas y de la Semana Santa. Cuando hablo de proximidad me refiero, obviamente, al calendario, no al tópico de la muerte y resurrección, como alguna vez he oído en boca de un insensato. Un respeto: la idea de fondo del cristianismo puede ser compartida o no, pero es algo muy serio y, además, común a varias religiones. Lo de que la falla se quema en la nit del fóc para volver a empezar al día siguiente con la reunión de la comisión me parece simplemente un rito que esconde la necesidad de destruirlo todo para tener un año más la excusa de poder derrochar energías y dinero.

Esta proximidad entre las fechas del 19 de marzo y de la Pascua cambia de año en año, dependiendo del llamado calendario pascual, que es un cómputo basado en las fases de la luna. Como el domingo de Pascua tiene que ser el que sigue a la primera luna llena del equinoccio de marzo, resulta que se sitúa entre el 22-M y el 25-A, con un margen de oscilación de un mes. ¿Y dónde está el problema? Pues miren, en un año como este, en el que ambas fechas no enlazan pero tampoco da tiempo a recuperarse, el resultado es que la Semana Santa nos coge como desganados. Lo normal en toda Europa es que la gente esté esperando la Pascua con ansiedad, algunos con unción religiosa, los más con pasión lúdica. En muchos sitios ha habido antes un adelanto de excepcionalidad, los carnavales, pero ya quedan lejos. En Valencia no: nuestras carnestolendas son las Fallas y a menudo se comen la Pascua. ¿Qué podríamos hacer en Pascua si resulta que acabamos de hacerlo todo en Fallas?

No es un dilema trivial. Antaño siempre me pareció que nuestra semana santa era increíblemente aburrida, pero no por la obligación que te imponían los mayores de contener tus ganas de cantar, sino porque no tenías ganas de nada. Recuerdo que en Viernes Santo uno podía recorrer la calle Colón en sentido longitudinal sin tropezarse con un coche y ni siquiera con una persona. Algo así resultaba impensable en la Gran Vía (madrileña o bilbaína), en las Ramblas, en el Paseo Independencia y, por supuesto, en la calle Sierpes. Ahora ya no es así, los coches te arrollarían, pero es porque la gente escapa a las playas o al aeropuerto. ¿Para qué? Para nada, no tenemos ganas de nada, y solo nos resta mirar bovinamente cómo rompen las olas contra la escollera o gastarnos tontamente el dinero en ese destino turístico de moda que nos vendieron en la agencia y que en realidad no nos apetecía. Nuestra pascua valenciana es un festear por obligación. Salimos del bracete de la Pascua, como nuestros antepasados salían del brazo de el/la novi@ que les habían buscado sus padres: cansinamente.

No se lo tomen a broma. Los ritmos circadianos son oscilaciones biológicas que aseguran regularidad corporal y lo mismo le ocurre al cuerpo social. Si el sueño y la vigilia no se alternasen en periodos regulares, el estrés y las enfermedades no tardarían en hacer su aparición. Pues bien, con las vacaciones, sucede otro tanto. Tenemos las Navidades y el mes de agosto estratégicamente situados en el calendario, pero la Pascua fluctúa y los años en que las Fallas están demasiado cerca vienen a ser como un coitus ludicrus interruptus. Alguien tendrá que poner orden en esto, por ejemplo, el Ayuntamiento de Valencia, aunque solo sea para disimular el desorden que ha consentido en las últimas fallas. ¿Y si la cremà fuese necesariamente el domingo anterior a la última luna nueva del invierno? Mucho mejor que esa extravagancia populista de trasladar San Vicent al 18 de marzo que, al parecer, apoyan, como si nada hubiese cambiado desde la época de Rita.

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