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Periodismo y cianuro

La realidad -consista en lo que consista aquello que cada cual entienda al escuchar esa palabra- siempre es un asunto literario. Siendo precisos del todo: es «el único» asunto literario; porque los hombres sólo pueden escribir acerca de su experiencia corporal, que no es otra cosa sino todo lo que perciben, sueñan, imaginan y desean.

La Historia aspira a ser el relato objetivo sobre los acontecimientos de la realidad en el pasado, a diferencia de la literatura, que sería el relato íntimo, subjetivo, de cualquier tiempo. (Aunque quienes hemos contraído los males de la ficción defendemos que la Historia es una variedad más del universo literario, pero con ínfulas científicas, con un desmedido y supersticioso respeto hacia ciertos datos y ciertas pruebas documentales).

El presente, o, mejor dicho, el pasado inmediato (porque cualquier hecho, en el momento de producirse se convierte en lo que ha sido), es un continuo vivero de tramas narrativas. Padecemos «tiempos interesantes»; es decir, una realidad peligrosa para los ciudadanos, para las criaturas civiles, por la cantidad de peripecias de todo género; pero extraordinaria para quienes posean voluntad relatora, vocación de cronista.

Me parece que para contar sobre la marcha lo que ocurre, y lo que parece ocurrir, la única disciplina que puede y debe hacerlo es el periodismo. Sin embargo, la prensa parece regirse por un principio paradójico de realidad, porque nunca ha sido tan necesaria, pero nunca ha estado tan amenazada de desaparecer. Los periódicos, las cadenas de televisión, las emisoras de radio han dejado de ser el negocio que fueron y languidecen a duras penas, tratando de sobrevivir con pocos trabajadores, con poco presupuesto, con bastantes estrecheces.

Si no fuese por lo que los periodistas nos han contado sobre la novela del mundo reciente, no sabríamos la gran mayoría de cosas que sabemos acerca de las mil y una formas de la corrupción (por abundar en un asunto sobreabundante), porque los partidos políticos han sido siempre, y serán, máquinas engrasadas para el encubrimiento.

Observando atónito el vodevil Cifuentes y la Convención Nacional del PP, en Sevilla, me ha venido a la cabeza, por no sé qué asociaciones narrativas, el cianuro, y sus distintas formas de administración. Sobre la ciudad de los prodigios andaluces se ha posado una nube tóxica blanquecina, una panza de burro con olor a almendras amargas, que es el olor que deja en el aire ese veneno, y que para García Márquez, en el comienzo de El amor en los tiempos del cólera, representa también el olor de los amores contrariados.

Contrariado es ya el amor del Partido hacia su ambición rubia, Cristina, master and commander madrileña. Producía una extraña pesadumbre metafísica contemplar cómo el tiempo la estaba abandonando, cómo la iba dejando atrás sin que ella lo percibiese, mediante pequeños hechos y detalles que, sumados uno tras otro, constituyen el conjunto de los detalles y hechos que denominamos realidad.

Cristina no lo sabía, no quería saberlo, pero los aplausos que le brindaron sus compañeros de viaje constituían una forma compasiva de administrarle su dosis de cianuro, ese cianuro tan literario y que tanto necesita contar al periodismo.

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