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El maestro Margarit

El poeta catalán Joan Margarit acaba de publicar un volumen de más de novecientas páginas, con su poesía escrita desde 1975 hasta 2015. Se titula de manera declarativa Todos los poemas (editorial Planeta, colección Austral), y tiene vocación de ser lo que el propio Margarit quiere que se entienda como su «poesía completa» (una idea, dicho sea de paso, que nunca llega a cumplirse por entero, pero que tampoco nos importa mucho).

En el mundo en que me gustaría vivir, el hecho de que un poeta como Margarit haya reunido tantos espléndidos poemas en un libro, y que estén al alcance de todos los lectores por menos de quince euros, debería representar una noticia con la que abrieran los telediarios, de la misma importancia sociológica, pongamos por caso, que las subidas y bajadas bursátiles, la actividad parlamentaria europea, y el destino de ciertos individuos abandonados en cierta isla del Caribe, y que participan en cierto espectáculo de baja sutileza sentimental, por indicar tan sólo tres acontecimientos que parecen preocupar a las masas.

Joan Margarit, a día de hoy, es el poeta más leído y aclamado de Cataluña. Posee lo que, por regla general, nunca tienen los poetas: público (en lugar de tan sólo lectores). Y lo tiene con absoluto merecimiento, porque es un gran poeta, algo que para mí consiste en haber conseguido estar a la altura de una excelente tradición, mediante la escritura de una obra con alto contenido emocional, que ilumina a sus lectores al cantar sobre las preocupaciones eternas del ser humano. Es decir, lo que han hecho siempre los mejores poetas.

Los poetas somos un gremio con una voluntad cainita fuera de lo corriente, por egotismo vocacional, y para ganarnos fama de agudeza crítica. Los poetas catalanes son un gremio, dentro de del cainismo poético paneuropeo, un poco más cainita de lo acostumbrado: necesitan, por su abundante predisposición al mito, poseer un poeta nacional al que ellos se encargan de matar cada cuarto de hora. Creo que a Margarit le corresponde esta consideración ahora mismo.

Para los estreñidos, resulta sobreabundante (Joan tiene la costumbre y la superstición de no dar por cerrado un libro sin haber empezado el siguiente). Para los melifluos y vaporosos, demasiado rotundo. Paro los partidarios de los galimatías y los crucigramas, demasiado inclinado hacia la transparencia. Para los adánicos defensores de la originalidad, demasiado obsesivo con sus fidelidades.

Pero para nosotros, sus lectores emocionados, Margarit es tan sólo un maestro, ese tipo de poeta al que acudimos siempre, sabiendo que nos hablará con sobria exactitud e inteligencia acerca de la vida. A los poetas les reclamamos experiencia: en el lenguaje, en el amor, en el tiempo, en la desdicha, en la alegría, en la incertidumbre.

Quien abra este volumen de poemas no quedará indemne, porque nadie se va de rositas después de la lectura de la alta poesía, que es una invención humana de verdadero peligro biográfico. Lo que encierran estas páginas erige a su manera la paradoja del artista: ser un alma de destrucción masiva, a la que nuestra alma da las gracias por habernos destruido.

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