La Historia —entre otras cosas— es el espejo en donde nos vamos reflejando. Si nos acercamos a un determinado capítulo, sentiremos las sensaciones propias de ese tiempo en cuestión. Ahora que uno ha crecido, aunque —afortunadamente— no se haya hecho mayor del todo, puede permitirse el lujo de mirar hacia atrás sin ira, hacia un pasado nada lejano, y contemplar como propias —hasta cierto punto— las imágenes reflejadas.

Esa propiedad quizá sea lo que se llama experiencia, conjunto de vivencias en las que se contemplan elementos heterogéneos, en las cabe incluir algún error que, curiosamente, contribuyó a que mejoráramos. Y todo esto lo digo porque alguien me preguntó un día de estos cómo nombraría el tiempo que estamos viviendo. La verdad es que, en aquel instante, no se me ocurrió un nombre adecuado. Le fui dando vueltas al tema, hasta que por fin tomé una decisión: éstos son tiempos de desesperanza.

He mirado el espejo de la Historia y he visitado ese periodo que va desde la década de los sesenta a la de los ochenta, ambas inclusive, y he respirado un ambiente de esperanzas, de inquietudes, bastante superior al que hoy se respira. Y es que resulta lógico que exista una suerte de desesperanza social invadiéndolo todo.

Hoy no se puede engañar al personal con aquello de que aguanta, traga, que esto es un valle de lágrimas y, luego, ya vendrá la gloria eterna. Esta historia no frena a las masas. A las masas, por lo visto, hoy las frena la desesperanza. «¿Para qué voy a estudiar, si no voy encontrar un puesto de trabajo?» Alguna vez he escuchado este reproche entre los jóvenes. El horizonte próximo, lo reconozco, es descorazonador, pero no se observan datos que pudieran generar a más largo plazo un futuro más halagüeño.

Aquellos tiempos del Mayo 68 —aunque aquí sólo nos llegara un vago eco—, aquellos años de cambios, generaron una alegría que se ha ido perdiendo. Se produjo un encanto general por la llegada del sistema democrático. Pero el ser humano es muy habilidoso y capaz de convertir la democracia en una especie de patético esperpento. Luego vendría la crisis del capitalismo para terminarlo de arreglar. Y aquí estamos.

«Parece —me dice un lector— que los estudiantes franceses se están quitando la indolencia de encima». Parece, sí. ¿Hasta qué extremo insistirán en sus reivindicaciones? Me lo pregunto por si tal situación puede interpretarse como un camino hacia días con una mayor esperanza. En todo caso, todo proyecto que desee mejorar la situación social pasa —indefectiblemente— por la educación y por la cultura. Si no existen las necesarias inversiones en este campo, el resto son ganas de marear la perdiz.

RAFA.PRATS@telefonica.net