Fuera de compás

El único amigo del diablo

El único amigo del diablo

El único amigo del diablo / Elena Martínez

Fernando Soriano

Fernando Soriano

Lo mejor de las Fallas es que tardan un año en volver. Que en trescientos cincuenta y cinco días no vamos a vivir en una pesadilla de aglomeraciones, caos, impuntualidad, bloqueo, suciedad, desvíos y ruido. De lipotimias, de reyertas, y de bienes públicos y privados destrozados por petardos demasiado cerca, demasiado pronto o demasiado tarde. Que tardaremos casi un año en volver a renunciar al lícito gobierno de nuestra propia vida para que otros den rienda suelta a sus más atávicos apetitos. Se acabó el chapotear en una charca de meados, vómitos y licor derramado bajo el angustioso aroma del costo, la marifla, los polyklyns y la infecta fritanga mientras, camino del curro, ves a los restos de este grotesco naufragio cívico y moral metiéndose la última clencha sobre el capó de un coche. Tarareando, tú y ellos, esa estúpida canción de Izal o Vetusta Morla con la que la orquesta verbenera te condenaba a otra noche de insomnio.

Todo eso ardió anoche en el fuego purificador de una ciudad convertida en una gigantesca tea, mientras pensaba que, después de lo explicado, València merece acabar arrasada un San José como Dresde, Hiroshima o la Roma de Nerón para expiar su grave pecado de incivismo. Pero no, porque como dice Don McLean en «American Pie», el fuego es el único amigo que tiene el diablo. Así que todo para él y, para los que detestamos las fallas, un año de olvido.

No sé si Arthur Brown estaba al tanto del asunto, aunque estas fiestas eran bastante diferentes en 1967, cuando se autoproclamó Dios del Fuego Infernal en su tremendísima canción «Fire» para narrar cómo sus poderosas llamas destruían con gozo las obras y esperanzas creadas por el hombre, ese ninot sin posibilidad de indulto. Furia flamígera que acabó destrozando, en 1999 aquella imbecilidad que montaron en Woodstock cuando, tras unos días de hambre, sed, insolaciones y agresiones sexuales, la muchedumbre, pasada de odio y testosterona juvenil, incendió y saqueó el recinto, escenificando el asesinato de los rescoldos de la paz y el amor que pudieran quedar del sueño hippie original. Lo explican fenomenalmente bien en la impresionante miniserie documental ‘Fiasco Total’.

La pirotecnia también se puede descontrolar y acabar en disgusto. Hace unos días una carcasa explosionaba entre los asistentes a la mascletá provocando una veintena de heridos. Durante la gira de 1992, en la que presentaba su Black Album junto a Guns and Roses, James Hetfield, de Metallica, sufrió graves quemaduras al acercarse demasiado a un explosivo chorro de fuego de los que ambientaban el escenario. Pete Townshend quedó muy tocado de un oído después de que el cabronazo de Keith Moon decidiera reventar su batería con un masclet de treinta duros en 1967 durante una actuación televisiva.

En junio de 2018 ardía hasta los cimientos un edificio de Universal Studios en Hollywood que albergaba valiosísimas grabaciones de artistas de la música popular del siglo XX en el peor desastre de la industria musical. Desaparecieron miles de masters únicos de Buddy Holly, Ray Charles, B.B. King, Four Tops, Joan Baez, Neil Diamond, Joni Mitchell, Cat Stevens, Gladys Knight, Al Green, Elton John, Clapton, Petty, The Police, Steve Earle o R. E. M. Poco se ha hablado de este devastador incendio, al contrario del que inspiró «Smoke on the water» de Deep Purple y que se llevó por delante el Casino de Montreux después de que un miserable moniato encendiera una bengala en un concierto de Frank Zappa.

Lo mismo quise hacer yo el otro día, encender unos petardos con mi nano para demostrarle que no seré yo el justo que evite la destrucción de esta Sodoma fallera, pero no vean qué berrinche. Parafraseando en asonante a los Mojinos Escozíos en su apoplejética versión del ‘Fire’ de Jimi Hendrix, la cosa tuvo huevos, porque llevábamos petardos, pero no teníamos fuego.