Crónica

Divago, más grandes que nunca

Doctor Divago en el Loco Club.

Doctor Divago en el Loco Club. / José Francisco Malmierca

Fernando Soriano

Fernando Soriano

Empequeñecían todo lo que tocaban. Al recoger los trastos, estuches, amplificadores, batería, todo parecía más chico que de costumbre. Se les quedó pequeño el escenario, se les quedó pequeña la sala, se les quedaron cortas las canciones, se les quedó corto el repertorio. València se quedó pequeña a su mejor banda de rock, a su secreto a voces mejor guardado, a su leyenda más nombrada y, a la vez, más desconocida. Que nadie pase nunca más de puntillas sobre su talento, su fuerza, su calidad y su poderío instrumental. Sobre esa actitud sobria, profesional y de alto voltaje emocional que cubre una colosal pegada técnica y poética. Que lo sepa todo el mundo de una vez. Y que no haya que repetirlo más.

Como Mike Tyson cuando miró a Peter McNeeley, la pelea ya estaba sentenciada antes de que banda y público cruzaran guantes. El viernes por la noche, en Loco Club, nadie fue capaz de sostener la mirada a los Doctor Divago más de un par de segundos. Sólo quedaba disfrutar de la actuación, reconociendo el K.O. desde el principio y evitando encajar más daño del necesario. Solo que esta vez, tirar la toalla no era una opción y no había un Ruby Goldstein que parara el combate.

Por muchas veces que los hubieran visto actuar nadie recordaba un brillo tan potente. Presentaron su último y fenomenal elepé, ‘La tierra prometida’, con un aplomo y un saber hacer que sólo consiguen los púgiles perfectamente engrasados en su plena madurez. Grandes del rock nacional como los que más, por derecho, trayectoria, canciones y actitud, los Divago cuajaron una pelea para recordar, con sabor a clásico, suspendida en el tiempo, en una noche largamente esperada por ellos y por su público tras años de separación forzada. El repertorio, áspero, profundo, nada obvio y monumental, estaba escogido con todo el hígado, como reafirmación de la alineación mejor y más longeva de la banda. Modestos y enormes a la vez, como siempre, dijeron: estos somos nosotros y esto es lo que venimos haciendo desde hace 20 años.

Doctor Divago en el Loco Club.

Doctor Divago en el Loco Club. / José Francisco Malmierca

Y, en efecto, lo son y existen, en gran parte, gracias a las maravillosas canciones de ese sublime escritor que es Manolo Bertrán. En un concierto para subtitular para no perderse una letra, que aunó señorío y frescura, ilusión y experiencia, matices y pegada, ritmo y melodía, tinta y frecuencias y cerebro y corazón, la banda pasó por encima del abarrotado auditorio a bordo de una apisonadora. Los neófitos, los había (a esta alturas), alucinaban y lamentaban a la vez el tiempo perdido. Los veteranos, que hicieron la cola para entrar con una sonrisa henchida de satisfacción, gozaron de cada acorde como si fuera escuchado por primera vez. Dentro, una vez metidos en harina, pinchabas a la basca y no sacabas sangre.

Bertrán, lo decían a mis espaldas, cantó como nunca, sorprendiendo por agudos, parapetado tras su sempiterna Telecaster. Lo secundaban Wally con su caja explosiva, sencillo pero certero, Edu Cerdá pasando vertiginosamente por el mástil de su bajo en “De puntillas”, David Vie soleando crudo y luminoso, texturizando el asunto, y el maestro Chumillas, bufando glorioso en “El anciano de la tribu”, haciendo sonar maracas, pandereta y güiro. El tren llegaba lento, y la peña se giraba y señalaba a otro grande, Cisco Fran, el autillo volvió a cantar, vimos el concierto con los ojos llenos de serrín, entre lágrimas de emoción y pocas concesiones a la nostalgia, como el vistazo a la habitación de Charo o el brindis por los tontos buenos tiempos. Pasada la hora y media, muchos pensábamos, Dios, esto no puede ser tan bueno, pero sí que lo era. Y cómo. Durante un rato, todos fuimos felices junto a nuestros gemelos malvados y todo encajó a la perfección. Por muchos años. Viva Divago.

Doctor Divago.

Doctor Divago. / José Francisco Malmierca