Finisterre

Faro y acantilados de Finisterre

Faro y acantilados de Finisterre / AC

Alfons Cervera

Alfons Cervera

Recordar es lo que viene después de la partida. Lo leí hace mucho tiempo en un poema de Cristina Peri Rossi. La semana pasada regresé a Brest, a esa Bretaña donde se rompe la tierra contra el mar, a los tebeos de mi infancia llenos de barcos piratas y naufragios, a la bruma que lo convertía todo en un paisaje de fantasmas. Finisterre: ese lugar mágico donde la tierra se acaba. En la Segunda Guerra Mundial la ciudad era un fortín nazi y las bombas aliadas la convirtieron en cenizas. Ahora es como un caleidoscopio de esos que se ven en un catalejo donde no paran de dar vueltas y más vueltas manchas de colores infinitos. La lluvia. El frío. Un viento que racheaba húmedo contra el cristal del auto y las sombras de la noche. Esto no es el comienzo de una novela. Es sólo una columna periodística que a lo mejor empieza como empiezan algunas novelas.

Faro y Abadía

Faro y Abadía / AC

Hasta que alguien los habita -decía César Vallejo- los sitios no son nada. Por eso cuando vuelvo a Brest es como llegar a una casa compartida, como lo fue esa tierra para el exilio republicano español, como lo sigue siendo para que el mundo sea lo menos ajeno posible cuando buscamos los abrazos. Ese jueves todo era regreso en medio del frío y de la lluvia. Poner al día los recuerdos, los viajes de otras veces, eso que nos llevamos de la gente que nos quiere como si fuera más nuestro que de nadie. En la Universidad habían organizado Iván López-Cabello y Fátima Rodríguez, con sus estudiantes y algunos otros profesores, un encuentro en que se hablaría de mis libros. Ya lo conté aquí mismo hace unos domingos. Orgullo total. Inflada mi estima como un pavo. Faltaría más. Jóvenes de España y Francia que se dedican a la investigación académica y han decidido meterse entre pecho y espalda mis novelas, mis artículos periodísticos, mis poemas. Casi mi vida entera. Escuchar sus palabras me rompía el alma, sea eso lo que sea y habite donde habite dentro o fuera de nosotros. Yo empecé mi intervención inaugural con el recuerdo de mi amigo Fernando Delgado. Ahí su imagen en el centro de la pantalla. Todo el rato.

Mere

Mere / AC

Cuando ya se estaba acabando el día, cumplido el programa del encuentro, llegó la sorpresa. Se subió al estrado un pequeño grupo de la Asociación MERE 29: Memoria del Exilio Republicano Español. Hace unos meses fue recibida en el Parlamento Europeo con el proyecto que recuerda a los Rotspanier: rojos españoles que fueron condenados por los nazis en Francia a los campos de trabajo. Allí, plantados ante el atril, Jean Sala, Hugues Vigouroux y Claudine Allende con un papel en la mano. Lo leyeron. Un texto precioso que a mí me dirigían. Me nombraban Presidente de Honor de MERE 29. Lo digo sin florituras, sin ningún pudor: me rompí en pedazos. Llorar -como escribir- también es agradecer, buscarte más que nunca en lo que eres, encontrarte. Como el niño que fui en la escuela de Gestalgar y a los siete años me dieron un premio que no he olvidado nunca: el libro de las maravillas del mundo. Fue esa tarde, en la Universidad de Bretaña Occidental, el regreso de aquel niño a otra maravilla, a la de un sitio que para él tenía los colores mágicos que dan vueltas en un catalejo como el de los viejos piratas en los tebeos infantiles, a la seguridad de que, pase lo que pase en su vida, nunca se irá de esa tarde, ni de esa ciudad, ni de esa gente. Tengo aquí mismo, al lado de lo que escribo, ese diploma donde dice que ya formo parte de MERE 29, que me han acogido en la casa compartida, que ya somos como aquellos camaradas que aunque perdieran no sé cuántas guerras nadie podrá robarles nunca su condición inmensa de invencibles. Fue un tiempo, aquella tarde, en que me sentí crecer como crece un árbol y lo escribe Ida Vitale en un bellísimo poema, como todos los suyos.

Recuerdo de Fernando Delgado

Recuerdo de Fernando Delgado / AC

Con el viento, el frío y la lluvia nos fuimos el día siguiente al lugar donde se acaba el mundo. Las colinas verdes del Finisterre francés. Las aguas encrespadas que rompen contra los acantilados, los naufragios bajo la atenta mirada -a veces inútil por la niebla oceánica- del faro en Pointe Saint-Mathieu. No sé si existe un sitio más hermoso. La abadía en ruinas que siempre me recuerda las leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. La línea del horizonte por donde asomaban los barcos con sus canciones bucaneras, no sé si con el mapa de la isla del tesoro escondido en el camarote de los sueños exiliados. A rastras con esos sueños llegaron a estas tierras la derrota republicana española frente al fascismo y una memoria de la dignidad que sigue viva después de tantos años. Esa memoria nunca será pasado sino la lucha persistente contra las arremetidas de esa nostalgia nazi que incuba ahora mismo, en tantos sitios, el huevo de la serpiente.

En el regreso a casa no me llevo recuerdos porque los recuerdos es lo que llega después de la partida. Y yo sigo aquí, en las verdes colinas de la Bretaña atlántica, en los ruidos que hace el mar cuando amanece, en la casa donde habitan, en buena compañía, la lealtad insobornable y los abrazos.