Algo personal

Mirando al mar

Alfons Cervera

Alfons Cervera

El tren era como el de Doctor Zhivago. La nieve cubría los montes y los pueblos por donde pasaba el camarada bolchevique Pasha Antípov. Hace unos días mi convoy no discurría por las estepas rusas, ni se escuchaba de fondo la «Canción de Lara» que compuso Maurice Jarre para la historia de amor que vivieron Omar Sharif y Julie Christie cerca de Torrelodones, que es donde se rodó parte de la película porque en Rusia se la tenían jurada a Boris Pasternak y su novela. El viaje -el mío- era a Santander y pintaba regular cuando encaramos vías arriba las empinadas barranqueras cubiertas por la nieve. El tren no se arrugaba. La borrasca era para su decidida valentía un simple y rutinario chirimiri. De vez en cuando ponía la marcha corta y se detenía no sé si para tomar aliento o para que el personal llenara el móvil de fotos memorables. Yo también las hice, claro que las hice. Y se las enviaba a Tino, Mariano y Agustín para decirles que esperaran con calma, que la llegada a Santander iba para largo. Mucha risa peliculera ahora, pero no me hacía ninguna gracia ver cómo el tren se metía con un ahogado chof chof chof en el túnel de la bruja.

Regreso a esa ciudad donde desde hace unos años me espera gente amiga, de esa gente que antes desconocías y ya es como si formara parte imprescindible de tu vida. Vamos a hablar en varios sitios de Maquis, mi novela que cumple 25 años y habla del miedo y las barrabasadas del olvido. Si dedicarme a la escritura ha valido la pena es precisamente por eso, porque siempre hay alguien al otro lado de lo que escribes que te abre sus casas y sus vidas para que te quedes el tiempo que quieras, hasta para siempre si es eso lo que te pide el cuerpo. La primera vez que encontré a mis amigos del colectivo Desmemoriados fue hace cuatro o cinco años, cuando fui a presentar en Santander La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona. En el prólogo de la novela hablaba de Luis Montero, Luis Cobo y Juan Mañas, los tres jóvenes asesinados por la Guardia Civil en mayo de 1981. Iban al pueblo almeriense de Pechina, a la comunión de Francisco, el hermano pequeño de Juan Mañas. La Guardia Civil se inventó que eran de ETA y los torturó hasta la muerte. Aquella atrocidad ha pasado a la historia como el Caso Almería. Conocí a Javier y Lola, sobrinos de Luis Montero y Luis Cobo respectivamente. Poco después conocería a Francisco, el niño que el día de su primera comunión sólo pedía que volviera su hermano. Nunca volvieron, ni él ni sus amigos.

La borrasca encabritaba las aguas la tarde de mi llegada. En la estación también estaba Javier, y nos quedamos un rato en la escultura que recuerda a su tío y a sus dos compañeros cuyos destinos se torcieron abruptamente aquellos días de mayo de 1981. Al día siguiente, ya lejos la nieve y el tren lleno de fotos y de miedo, nos fuimos a una visita que rondaba por mi cabeza desde hacía tiempo. En la Avenida Reina Victoria hay un busto de homenaje a Jorge Sepúlveda, el artista valenciano que luchó por la República y cantó en los años cincuenta los boleros como nadie. Ya tiene una calle en la ciudad de València y ahí estamos, bajo los paraguas, en un testimonio que nos hará inmortales al menos una tarde de invierno a las orillas del Cantábrico. Hablar esa tarde de mi novela en la Biblioteca de Camargo, con su Club de Lectura y una abultada concurrencia, y al día siguiente en la librería Gil, que igual viene de los tiempos del bolero o de más atrás seguramente. La amistad que me lleva a esta ciudad desde hace años y que siempre se mantendrá a prueba de borrascas. La amistad. Esa palabra…

La nieve había dejado su huella en las montañas y los prados del Valle del Pas. Otra excursión que se quedará en mi memoria, como aquella otra que hicimos antes del pangolín a los pueblos donde se rodó la película Los días del pasado, con Pepa Flores y Antonio Gades de protagonistas. Mi película favorita si hablamos de la guerrilla antifascista. Se había quedado Sol envuelta como siempre en sus compromisos sindicales y se apuntó Nana para completar el quinteto que no era el de la muerte como en una película de risa sino el de la vida que nos llevaba una mañana de invierno por las casas pasiegas levantadas en sitios imposibles. Íbamos a ver el Túnel de la Engaña, en lo que fuera la nunca utilizada vía ferroviaria que enlazaba Santander con el Mediterráneo, pero un grumo de nieve plantado en medio de la carretera, como un mamut tumbado a la bartola, nos dijo que mejor dar la vuelta y a comer mirando las vacas en la placidez hermosa de los prados.

En el regreso, ya el tren de Doctor Zhivago era un souvenir del todo a cien. Y la música, una mezcla insólita de «Mirando al mar» y la «Canción de Lara» saliendo por los altavoces del tren, como si todo hubiera sido un sueño. A lo mejor es lo que he contado este domingo. Un sueño. A lo mejor.