Las traiciones progresistas

La herencia del octenio de la izquierda en València no va más allá de la peatonalización de las grandes plazas céntricas

Las Trobades de Escola Valenciana en la plaza, el pasado abril.

Las Trobades de Escola Valenciana en la plaza, el pasado abril. / F. Calabuig

Joan Carles Martí

Joan Carles Martí

La alegría y la derrota electoral va por barrios. También por cargos, pero que tras el cambio de ciclo municipal, lo único que blinde el gobierno progresista en su penúltima capacidad de decisión sea los Gay Games y el 8M, significa que no han entendido nada de lo que sentenciaron las urnas. Algún politólogo serio debería abordar la influencia del lobby LGTBIQ+ en la política valenciana. Al respeto, me pareció acertado el análisis de Alejo Schapire sobre que la suma de minorías nunca hace mayorías. El periodista argentino, que vive en París desde hace años, sostiene que la izquierda se ha vuelto reaccionaria, dogmática, censora e identitaria. En València se ha hecho, además, antipática, pues su tendencia freudiana a imponer su modelo desde la prohibición, en movilidad y ocio, ha pesado más que sus éxitos como la peatonalización, por ejemplo. El exceso de personalismo, como ha explicado muy bien Fernando Ull, también ha sido un lastre. Cualquier hijo de vecino quiere vivir a sus anchas, dentro de un orden, sin molestar, pero sin ser fastidiado. Han sido unos años donde para salir a la calle había que leer su prospecto: zona azul/naranja/verde cada ocho horas; a las 23.30 h sin terrazas; mercadillos de proximidad en días alternos y franquicias por doquier; pisos turísticos sí, pero chiringuitos en la playa no; EMT con paneles digitales y frecuencia del siglo pasado; cero plazas de residencias; deficiente vivienda social y asequible; ciudad mundial de esto, aquello y de máxima suciedad...

Sin modelo.

La València actual todavía vive de las rentas que diseñaron los primeros gestores de Ricard Pérez Casado y que Rita Barberá apenas retocó, al que añadió la definitiva apertura al mar con la Copa América. Los grandes ejes de la prosperidad ciudadana son el Jardí del Túria y el paseo marítimo. El Parc Central todavía no porque está a medias, y toda esa realidad virtual que nos han enseñado en el último año ha quedado demostrado que la mayoría no se creyó. Es pronto para definir el octenio de Joan Ribó, aunque las plazas de Brujas, Reina y Ayuntamiento serán su herencia. No creo que María José Catalá cambie las cosas bien hechas del gobierno del Rialto, algún arreglo habrá como la supresión de uno de los dos carriles-bus de la calle Colón, y poco más, quitando de los efluvios espirituales, claro. Si junto a la previsible gestión más empática resuelve el lío del transporte público y como pirámide se termina el Nou Mestalla en estos cuatro años, hay alcaldesa para rato. Pero que no se confíe mucho, porque los movimientos electorales en este siglo son más rápidos, sobre todo si la izquierda cambia de cartel, porque pasar a la oposición después de gestionar un ayuntamiento es un síntoma de egolatría de libro, además de un suicidio político.

Macartismo.

Muchos valencianos no se reconocen en esa izquierda que cada día procesa una última ocurrencia y que se ha vuelto enemiga de la libertad de expresión. Se han concentrado en definir víctimas según el sexo y el color. A mí me da lo mismo con quien se acuesta la alcaldesa o un concejal, o sus orientaciones sexuales. Es más, en muchos casos preferiría no saberlo nunca.

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Que se enciendan las farolas por la noche y una efectiva recogida de la basura es el mínimo denominador común de la gestión municipal. Le siguen unos buenos servicios de atención al vecino, una administración local rápida y efectiva, así como unas mínimas regulaciones de convivencia. A partir de ahí, todo lo que traspasa el ámbito particular está considerado como una injerencia, si encima es obligatorio resulta impertinente. Ha habido exceso de ‘comboi’ y falta de liberalismo social, ese que se opone a la intromisión municipal en las decisiones personales como norma básica de oposición al autoritarismo de las tradiciones, que siempre son conservadoras. Un dato, la Copa América de vela va a dejar en Barcelona un impacto económico de 1.200 millones de euros y generará unos 19.000 puestos de trabajo a tiempo completo. Otra gran ocasión perdida para demostrar que se podía atraer las inversiones que falta para la conexión definitiva con el mar y además organizar mejor que las dos anteriores.

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