Al azar

Oppenheimer, demasiado sobrehumano

Matías Vallés

Matías Vallés

Uno de los cerebros más privilegiados de la historia vivió atormentado por los doscientos mil muertos de su bomba, sin el consuelo de que evitó otros millones de víctimas.

Es un trueque fáustico, si matas hoy a doscientos mil japoneses, evitarás la muerte de millones de personas en las décadas posteriores por el pánico de los Estados a la destrucción mutua asegurada. Se trata de una variante masiva del coche con piloto humano o automático, que ha de decidir entre atropellar a un anciano o esquivarlo para abalanzarse sobre el niño que camina por el otro carril. En el cine lo ha planteado por última vez Shyamalan, en la desasosegante Llaman a la puerta. Es un dilema que Michael J. Sandel intenta resolver éticamente desde Harvard, y que provocó el estallido de un cerebro muy superior, propiedad de Ernest Oppenheimer.

Nadie le formularía una pregunta de Física a Cillian Murphy, por mucho que estire el cuello para colocarse a la altura de Oppenheimer. Este tremendo error de reparto daña irreversiblemente la película esencial de la que se habla aquí, sin necesidad de nombrarla. Es una producción más estimada que estimable, porque la pésima elección del cabeza de cartel le priva de la vertiente quijotesca que refleja el impulsor de la empresa prodigiosa de Los Alamos.

La estampa del actor irlandés no remite en ningún caso a un físico teórico, sino a un secuestrador de aviones, el papel que el añorado Wes Craven le adjudicó en la infravalorada Vuelo nocturno. A Murphy le falta además envergadura artística para asumir al científico, sobre todo enfrentado al demoledor Robert Downey Jr., el sociópata poliadictivo que le roba la cartera en cada escena compartida.

Puestos a quejarse, tampoco el extraordinario Tom Conti, a quien admiramos mejorando a Peter O’Toole en los escenarios londinenses con la dipsómana Jeffrey Bernard is Unwell, se encuentra cómodo en los pantalones patriarcales de Einstein. Aquí con el agravante de que conocemos al tutor de la Relatividad con más proximidad que a Tamara. El dios descreído de la ciencia tuvo una década para arrepentirse de la carta que envió a Roosevelt, para animarle a explorar la bomba de fisión. La espiral del conocimiento en el siglo XX arranca siempre de Einstein, y se extingue con su creador. No ha habido nada nuevo desde entonces, solo verificación einsteiniana.

El factor esencial de Oppenheimer el mito es una tristeza desaforada, sin parangón, inalcanzable para el protagonista elegido por Christopher Nolan. Demasiado sobrehumano para su propio bien, aquel sabio conocía las respuestas antes que las preguntas, el universo no ofrecía contenido suficiente para saciar su sed. Tal vez se olvida la dificultad de traducir en imágenes el carisma que irradiaba el único ser humano capaz de dirigir la construcción de una bomba fantasiosa, y que pudo quemar el planeta entero, a partir de la ecuación de Einstein sobre la equivalencia de masa y energía. Ahora bien, cuando se planta su sombrero fedora de sheriff de Los Alamos en la película, parece Clint Eastwood en un spaghetti western, un paralelismo demasiado eficaz para no ser deliberado.

Oppenheimer era un atormentado por definición de sabiduría, pero acarreaba además la cruz de Hiroshima y Nagasaki. Siempre intuyó que la difusión de la técnica de la bomba evitaría su uso, por lo menos en los 78 años transcurridos este agosto desde el apocalipsis japonés que engendró el mundo contemporáneo, nuestro Big Bang de andar por casa. Harry Truman, interpretado fenomenalmente en su única escena por Gary Oldman, no tenía tantos remilgos, y le entrega su pañuelo al científico para que se lave las manos que sentía manchadas de sangre. Además de reclamar la paternidad de los muertos.

El punto de encuentro entre las tensiones corresponde al general Leslie Groves, traducido para la pantalla por un inalcanzable Matt Damon, y que prefería mentir bajo juramento sobre los efectos devastadores de la bomba. Enfrentado al Comité Especial del Senado para la Energía Atómica, el militar al frente del Proyecto Manhattan declaraba sin inmutarse que el envenenamiento por radiación «era una forma muy agradable de morir». Washington entorpeció cuanto pudo la difusión de imágenes de la tragedia japonesa, el descubrimiento de los efectos inhumanos del uranio de Hiroshima y el plutonio de Nagasaki. Cada lector debe decidir si Tokio se habría rendido al contemplar el hongo atómico emergiendo en el mar, sin necesidad de una matanza colosal.

Solo el cine ofrece una coartada para desvincularse de las elecciones y abordar dilemas científicos. De ahí surge una desgracia a escala atómica, porque Barbie la película es muy superior como obra de creación a Oppenheimer, un muñeco que embarranca en la categoría de reportaje.

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