Ágora

Chirbes: la literatura y la vida

Josep L Barona

Los diarios póstumos son el testamento y gran construcción literaria del escritor muerto. Si en el primer volumen, Chirbes se abría como un vendaval por los males más íntimos del cuerpo, las pasiones inconfesables y un torrente abrumador de lecturas, reflexiones literarias, y experiencias de viaje, el segundo volumen (2005- 2007) radiografía el alma del viajero con reflexiones y fragmentos de una vida solitaria que transcurre con dolor y temor ante el deterioro del cuerpo envejecido.

Los diarios no son una colección de reflexiones «a ratos perdidos», sino el testamento literario del escritor en crisis, cuando se desliza hacia el dolor, la decadencia y la muerte. Los planos y la perspectiva que sirven para construir al personaje, aparentemente espontáneos, volubles al estado de ánimo, los excesos y la mala vida, son fruto de un proyecto de arquitectura perfectamente planificado. Chirbes esboza su autorretrato, como en la cita del poeta japonés: ‘redacto notas de viaje en el camino de la muerte’. Unas notas de viaje que construyen el autorretrato, edificio de su gran obra, ajuste de cuentas con su tiempo, su cuerpo, la vida, el mundillo literario, y la sociedad.

Los cuadernos hablan del alma de ciertas ciudades muy bien escogidas. Nueva York, Madrid, Barcelona, Berlín, Nápoles, Valencia, Marsella, París… sus grandezas y sus miserias. Hablan también de seres humanos vanidosos y miserables, y de artesanos de la vida cuya aspiración es sobrevivir con dignidad, un panóptico del mundo visto desde la perspectiva de quien no es filólogo, ni filósofo, ni un minucioso retratista, sino un historiador que se mira en el mundo que habita y ve con espanto que su universo personal se extingue. Porque «la razón es tiempo y es clase social. Que no se te olvide nunca.» (278)

En las páginas de los diarios habitan personajes insignificantes, los verdaderos héroes, el albañil anarquista de Beniarbeig, derrotado por la vida; la sabiduría ancestral de la abuela, la nómina de viejos amigos que sucumbieron. Por encima de todo, los Diarios exhiben su ancestral descreimiento: «me considero, por elección propia, heredero de una tradición de descreídos». Sabe que sólo los descreídos pueden ser libres y esa libertad produce un profundo sentimiento de piedad. Es admirable su impúdica desnudez y el desprecio que exhibe frente a los dioses del Parnaso y sus imposturas.

Leit motiv de los cuadernos son las presentaciones de sus libros en el extranjero, en las sedes del Instituto Cervantes en Nueva York, Berlín, Marsella, ciudades que disecciona con la precisión del taxidermista. Hay encuentros y contactos bien escogidos con otros escritores. Chirbes se representa como un outsider y eso le permite ajustar cuentas con los laureados del Olimpo, a sueldo de grandes grupos mediáticos y sus redes comerciales. Su obsesión por la lectura -devorando un libro tras otro, a costa de insomnio- nada tiene que ver con el deseo de exhibir cultura literaria. Chirbes quiere ser antihéroe insatisfecho con lo que escribe, como un artesano torpe de la literatura.

Pero los diarios hablan sobre todo de vida, de obsesiones, de miedos y crisis personales. Amante de los clásicos, comenta a Virgilio y a Séneca, a Lucrecio. Desparrama comentarios valorativos sobre Baroja, Poe o Clarín en un diálogo implacable con libros y películas. Admirador de Balzac, Dostoievski, Montaigne o Rabelais, de la poesía luminosa de Verlaine frente al efectismo de Rimbaud. Se descubre ante la grandeza de Baudelaire y Galdós, alaba textos de Aldecoa, o Martín Gaite. Chirbes deja constancia de su respeto a Marsé y a Pombo. Reconoce a quienes escriben con la honestidad del artesano, las manos gastadas y el sudor. Por eso estima a Goya y a Ribera, pintores cuyos personajes tienen manos de trabajador. En su casa solitaria de Beniarbeig, Chirbes dialoga con el cine clásico, se refugia en la cámara oscura, tal vez buscando la capacidad de redención del arte, la inocencia, como dice a propósito de la película Sin remisión (1950).

Setecientas páginas de reflexiones donde Chirbes no tiene recato en criticar las imposturas y a los impostores. No son amables sus comentarios sobre la altanería de Juan Goitisolo, ni su rechazo al nacionalismo catalán maestro en elaborar visiones sesgadas de la realidad, como cuando echa pestes de la corrupción en Murcia, Andalucía o València, silenciando la basura propia, y ocultando que personajes como Balmes, Claret, o el seminario de Vic fueron pilares ideológicos del hispanismo nacionalcatólico. Chirbes no se achanta ante nada ni ante nadie: «Fastidia la extrema sensibilidad de los catalanes ante cualquier comentario poco halagador que reciben de fuera y su ligereza para descalificar lo ajeno. La altiva relación que mantienen con lo que definen como països hace pensar en una metrópoli en busca de periferia. Quieren ampliar su petit país y tener unas provincias colonia a las que mirar desde arriba». (618-619) Y abomina de la socialdemocracia, esa «mafia política que tejió la transición».

Su estética expresionista le hace definirse como «el imbécil que no tiene nada que contar, empeñado en comunicarle a la posteridad su fracaso», consciente de que no escribe para demostrar al mundo su talento, sino para poder respirar. Su retrato se regodea con los males del escritor decrépito, alcohólico, envejecido, impotente, al borde de la pobreza, aislado en su propia cárcel. Chirbes sabe que cuando decides publicar una novela y cuando te mueres estás solo. También en el trayecto. Una muerte de la que nuestro novelista renace como personaje. ¿Será la capacidad de redención del arte? Pronto leeremos el último volumen de los diarios de este héroe de la soledad.