atalaya

Aburrimiento

Pilar Galán Rodríguez

Pilar Galán Rodríguez

Dejemos que los niños se aburran, concedámonos un rato de aburrimiento a nosotros mismos. Eso debería ser el verano y no esta sucesión de planes que agota más que el trabajo. De los aburrimientos de mi infancia, salió mi pasión por la lectura y por contar historias. No sé qué hubiera sido de esa pasión si en la penumbra de una habitación que compartía con mis hermanas durante las sofocantes horas de la siesta obligatoria, hubiera aparecido de repente un móvil o un ordenador.

No nos pongamos estupendos con que nosotros leíamos y nuestros adolescentes huyen de la lectura en cuanto pueden. A saber qué hubiera pasado si en lugar de un libro en las manos como único aliciente hubiéramos tenido un teléfono con las infinitas posibilidades de internet.

También de eso nos aburrimos, pero aun así, no deberíamos rellenar las tardes de verano con actividades sin cuento. Disponer de tantas horas por delante sin más plan que esperar a la noche es un reto. Aburrirse es agobiante y está cargado de frustración, sí, pero creativo. Los cursos de manualidades y los intentos de apuntarse al gimnasio saben mucho de esto. Hay quien no se aburre nunca, esté donde esté, porque tiene la cabeza llena de ideas, y hay quien enseguida se cansa de cualquier actividad, sea la que sea. También hay expertos en alargar los momentos para llenar esas tardes de agosto, augustas y lentas, que parecen no morir nunca.

Toman el café con hielo a sorbitos, se enganchan a una serie, preparan cenas como si siempre tuvieran invitados. Alargamos el tiempo como si se pudiera. Tratamos de acortarlo como si él lo permitiera. Contamos los minutos para que pasen rápido en lugar de detenerlos para disfrutar de cada segundo.

Contra eso surge el aburrimiento, ese estado zen que llevan buscando todas las religiones, lo más parecido a la meditación. Siesta, mirada en el techo, nada urgente que hacer, ninguna idea angustiosa rondando la cabeza, ningún asunto pendiente. Y el vacío. Ese que tratamos de llenar a toda costa, que tratamos de conseguir con yoga, viajes espirituales o ingestiones varias de hierbas de dudoso aspecto. No queremos darnos cuenta de que la solución está en nuestras manos. No huir del aburrimiento, dejarse llevar cuando te alcanza, cuando las horas transcurren lentas, no sabemos en qué día estamos ni qué podemos hacer.

Lanzarse al vacío, dejarse caer, apagar la mente y estirar el cuerpo, y encima, gratis. Sin culpabilidad por no ser productivos, sin remordimientos por no estar al cien por cien, sin darnos cuenta de que precisamente por eso, volveremos nuevos a un septiembre y a una actualidad política que, de seguir las cosas así, van a ser de todo menos aburridos.