Ágora

El pequeño Edén de la plaza de Goerlich

Manuel Muñoz

Manuel Muñoz

Tras la conclusión de la Primera Guerra Mundial en 1918, la arquitectura europea se planteó un cambio muy significativo, condicionado por el incremento de las poblaciones urbanas y el deseo ciudadano de tener acceso a una nueva vivienda. El arquitecto también ejerce de urbanista y configura los diseños, primando la economía en la utilización de los terrenos, procurando la racionalidad de las formas, adaptándolas a exigencias objetivas y utilizando las ventajas de la nueva fabricación en serie como producto del crecimiento industrial: comienza el desarrollo del "Movimiento moderno", inserto en la época del funcionalismo, que adopta modos diversos, no solo en el viejo continente, sino, dando el salto, también en la arquitectura americana. No obstante, mientras conceptualmente los nuevos modelos rompían definitivamente con las terminaciones exuberantes de la construcción burguesa del Modernismo, su expansión no mantuvo un patrón estético común, si bien participaban todos de un cierto racionalismo. Como ejemplo, valga la percepción de las grandes diferencias entra las realidades objetivas de Le Corbusier, en Francia; la metodología de Walter Gropius en la Bauhaus alemana; el empirismo creativo de A. Aalto y el organicismo creativo de Frank Lloyd Wright en los Estados Unidos.

Así, aun bajo unos grandes principios teóricos, en cierto modo, comunes, la influencia y la diversidad creativa de los grandes maestros, permitían la introducción de un ámbito de libertad innovadora, que alcanzaba desde el ascetismo formal, hasta la introducción de numerosas variables con adiciones de muy diversa naturaleza. En nuestra ciudad, esta arquitectura tuvo una amplia acogida, que fue presentada en la exposición del IVAM: "La Ciudad Moderna. Arquitectura Racionalista en Valencia", celebrada en 1998, comisariada por Amando (Tito) Llopis y Juan Lagardera.

Si observamos someramente la trayectoria profesional de Javier Goerlich (1886-1972), podemos entender, sin esfuerzo que, no solo conocía con gran detalle la arquitectura del racionalismo, sino que en varios de sus trabajos más importantes, introdujo ampliamente sus conceptos: tal ocurrió en el primer proyecto del edificio del Banco de Valencia, de 1928 (después sucesivamente transformado); en el proyecto (no realizado) de la "Estación Central de Autobuses" (1939); en el del Club Náutico de Valencia, proyectado en 1932, conjuntamente con Alfonso Fungairiño (1903-1984), destruido por la ampliación del Puerto, o en la "Residencia de Estudiantes", proyectada en 1935, retomada en 1943 como Colegio Mayor Luís Vives.

Como es bien conocido, Javier Goerlich , que fue arquitecto municipal a partir de 1922 y mayor desde 1931 hasta 1956, no solo construyó un gran número de edificios importantes, trabajando en colaboración de numerosos compañeros (Almenar, Gómez Davó, Traver Tomás, Fungairiño, Borso, y, asimismo, Demetrio Ribes y Francisco Mora), sino que realizó grandes intervenciones de reforma urbana, si bien la primera de ellas fue el "Proyecto de ensanche de la bajada de San Francisco y de la plaza de Emilio Castelar" (actual plaza del Ayuntamiento) aprobado en 1927. En el mismo, se incluía una extensa zona peatonal -ligeramente elevada-, en el centro de la plaza, y un Mercado de Flores, alojado en un espacio subyacente (al que se accedía por dos amplias escaleras laterales), conformado por una amplia galería circular alrededor de una franja ajardinada central, con una fuente, rodeadas por una elegante columnata, abierta al exterior, y orlada por un balcón con balaustrada. Sobre los muros laterales de la galería, se ordenaban 36 puestos de floristería, recubiertos de azulejos, separados por cristaleras, dejando 4 más para servicios. La remodelación y el conjunto funcional se inauguraron en enero de 1933, siendo demolidos en 1961 para, en su lugar, dejar una superficie plana de aparcamiento, situando los puestos de venta floral, alrededor.

Aprovechando aquel referido empuje de la arquitectura en Valencia durante los años 30, Javier Goerlich, optó en aquella ocasión, por una funcionalidad adelantada, creando un extenso espacio peatonal, desde el que se podía disfrutar con nitidez y detalle, no solo de las nuevas edificaciones que iban configurando la plaza, sino de aquellas que se prolongaban a lo largo de las embocaduras, enfatizando el que iba a ser durante mucho tiempo, el ámbito de mayor riqueza urbana. Como en otras ocasiones, desarrolló el proyecto desde un cierto eclecticismo, que desde el espacio inferior remedaba un ornamental clasicismo columnario y, desde el superior, una austeridad, alternada por un cierto barroquismo. Un proceder conceptual que utilizó, asimismo, en la versión definitiva del edificio del Banco de Valencia, su obra más emblemática: con columnas inferiores y un casticismo cerámico en el remate. Desde su demolición, durante más de sesenta años, no ha existido ninguna intervención alternativa que pudiera superar aquella, destruida con un objetivo actualmente descartado: mejorar el tráfico, mientras el paso del tiempo ha recuperado la necesidad social de la peatonalización y la de creación de umbrías. Tal vez por ello, la noticia de que el Ayuntamiento, a través de la delegación de Patrimonio, ha encargado la recopilación y el estudio de las piezas dispersas de aquel monumento moderno, haya creado una determinada incertidumbre, porque, posiblemente, ni ellos mismos conozcan aún el alcance de los que serán sus objetivos, hasta que no vean concluida la investigación.

Siendo adolescente, visitaba con frecuencia aquel espacio subyacente del mercado de flores, que estaba casi vacío, porque los vendedores habían preferido ubicar sus puestos en el exterior. Mientras el sol abrasaba, inclemente, en el verano, descender por aquellas escaleras empedradas, era alcanzar una umbría fresca, húmeda y tranquila, dispuesta para el paseo, en la que parecía que se había detenido el tiempo. Un lugar inconcebible en otro ámbito de aquella ciudad, muy reducida de jardines, donde apenas había un rincón en el que hallar el más mínimo sosiego. Aquel era para mí, el pequeño Edén que –ahora sé-, que nos dejó Javier Goerlich.