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El año Eusebio Sempere

Manuel Muñoz

Manuel Muñoz

Aunque no lo parezca, el Consell de la Generalitat Valenciana aprobó en el pasado mes de enero, declarar 2023: ‘Año Eusebio Sempere’. Tanto el sobreexpuesto ‘Año Sorolla’, como el relativo interés actual por las vanguardias constructivistas hispanas, han permitido que estemos en el tercio final de la efeméride y no se haya extendido la conciencia –y el conocimiento- de una celebración tan importante, en referencia a uno de los más grandes pintores españoles de todo el siglo XX.

Existiendo una excelente representación suya en las colecciones propias, cabría haber esperado una renovada reflexión acerca de su obra, tras aquella exposición del Centro del Carmen de 2016, aún en la etapa en la que era dirigido por Felipe Garín.

Eusebio Sempere (Onil, 1923-1985), fue el innovador que introdujo en nuestro país la sabiduría de la sensibilidad a través de la no-figuración, el poder de la debilidad como fuerza para la emoción, la minuciosa perfección para comunicar a través del buen hacer. Algo que parece inverosímil, por inexplicable, pero que nos mantiene ante la belleza sin darnos todas las claves, porque su creación nos retorna a la inocencia sin ideología, realizada en una época en la que la ideología ocultaba a la inocencia.

Eusebio Sempere estudió en la Escuela de Bellas Artes de Valencia (1941), y aunque ligeramente mayor, fue con Manolo Gil (Valencia 1925), el joven más emergente de su generación. Como éste, también intuyó en las técnicas de grabado de Furió (temáticamente, conservador), una cierta salida monocromática a la pintura colorista más habitual, habida cuenta de que, tanto para los jóvenes, como para los historiadores al uso, hasta los años setenta, Joaquín Sorolla y sus discípulos (algunos profesores de la Escuela), eran autores de una obra burguesa, convencional y reiterada.

Tras emigrar a Francia en 1948 con una beca del SEU en pleno periodo autárquico de la dictadura, pudo establecer contacto estético con las vanguardias, mientras transcurría para él un tiempo vital muy duro y difícil. No obstante, se atrevió a exponer en 1949 en la Sala Mateu de Valencia, una colección de obras no-figurativas sobre papel, inaugurando la primera exposición de arte abstracto en la España de la posguerra. Como era de esperar, en una sociedad absolutamente incomunicada con el exterior, la muestra no obtuvo ningún éxito, e incluso la crítica (como parte de esa comunidad desinformada), le fue adversa, y las rompió.

Aunque él, iba y venía, durante aquellos años continuaba residiendo en Francia, participando por primera vez en 1950 en la muestra colectiva del Salon des Réalitées Nouvelles, que se celebraba anualmente en el Museo de París; pero su obra no despertó suficiente interés. De los siguientes años: 1953 y 54, son los gouaches experimentales en los que las formas geométricas simples ya se hallan constituidas por infinidad de líneas paralelas, pero aún dentro de un mismo tono. En 1954 se integra en el grupo ‘Los Siete’, exponiendo también individualmente en el Club Universitario.

Siguiendo en París, comienza a componer unas obras tridimensionales lumino-cinéticas, confeccionando cajas de madera, iluminadas en su interior, en las que, un sencillo motor, permite el movimiento de superficies policromas. En el salón de R. N. de 1955, imprime en un papel económico, cien ejemplares de un manifiesto que reparte personalmente al público acompañado de la pintora cubana Lolo Soldevilla, en el que afirma: «La luz es, en los trabajos expuestos, el elemento esencial. Nace de ellos y llega al espectador con toda la fuerza de su presencia física, poetizada y matizada por planos simples y materiales coloreados y transparentes». Incomprensiblemente, no alcanza el reconocimiento como otros autores cinéticos y ópticos (Jesús Rafael Soto, Robert Jacobsen o Jean Tinguely, que estuvieron presentes en la muestra: Le Mouvement de la galería de Denise René), regresando a Madrid en 1960. Previamente, en 1959, había formado parte de la segunda –y breve- etapa del Grupo Parpalló. Muchos años más tarde (2019), aquella famosa exposición francesa fue revisada en el MACA: «Luz y Movimiento», en la que, muy oportunamente, se incluyó su obra.

Con todo, a pesar de la ausencia de notoriedad, entre su acervo de conocimientos, en Francia había aprendido a utilizar una técnica milenaria: la serigrafía, ahora, como método de estampación propicio para el arte moderno; tras su regreso, este hecho le abrió el contacto con los pintores madrileños, que la desconocían, iniciando una relación que le permitirá, también, difundir su obra; si bien, su gran éxito, comienza en la muestra de 1965 presentada en la famosa galería de Juana Mordó, en la que incluye: pinturas, móviles metálicos y collages en relieve. Desde aquel momento, el reconocimiento de Sempere como uno de los grandes maestros de la no-figuración española, es unánime, sucediéndose las exposiciones y los galardones (Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, 1980, o Premio Príncipe de Asturias 1983). Así, el Reina Sofía promovió una gran antológica suya en 2018, replicada en el IVAM Alcoi.

Entretanto, durante años, la asociación entre la poética creativa y la experimentación geométrica, había sido el vínculo aparente que fundamentó su precioso trabajo sensitivo, a partir de 1964, introdujo en algunos de sus cuadros (configurados por centenares de finísimas líneas paralelas de tonalidades progresivas y saturaciones controladas), evocaciones a un cierto paisajismo o a presencias literarias, elaboradas con una armonía y perfección, asociables a las del primer Renacimiento o a aquellas de la segunda mitad del XVIII.

En 1977, después de atesorar una cuidada colección de arte español contemporáneo -en su inmensa mayoría conseguido a través de intercambios con su obra-, donó el conjunto a la ciudad de Alicante, que conformó el Museo de la Asegurada, base y fundamento de lo que es el MACA actual.

Si bien durante varias décadas (siguiendo la literatura crítica de las vanguardias), hemos asistido a muestras en las que se ha insistido sobre sus investigaciones y aportaciones estéticas relativas a la geometría o a la luz e, incluso, a su vinculación con la música y el movimiento, cabe innovar y reflexionar, ahora, acerca de un asunto que, a mi juicio, es la clave: su avanzada espiritualidad emocionante, siempre presente, y destacada en series como: «Las Cuatro Estaciones» (1965, 78); «La Luz de los Salmos» (1980); «Cántico Espiritual» (1982) y en la última de «Las Cuatro Estaciones» (1988), serigrafiada en Ibero-Suiza después de su muerte, y prologada por Vicente Aguilera Cerni: tal vez, aún estemos a tiempo de aprovechar el año.