Tierra de nadie

Creo que no me entienden

Un hombre observa aviones en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, en una imagen de archivo.

Un hombre observa aviones en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, en una imagen de archivo. / EP

Juanjo Millás

Juanjo Millás

Los madrugadores tenemos fama de gente trabajadora y todo eso. Pero yo madrugo por miedo. A las cinco y media o las seis de la mañana todavía no ha ocurrido ninguna desgracia, o no te has enterado, que viene a ser lo mismo. Me asomo a la ventana y la calle está vacía. Si salgo a dar una vuelta, aprecio un orden exquisito porque nada se mueve ni nadie escupe sobre la acera, ningún perro se mea en la esquina de mi calle. Ningún suicida salta desde un balcón a esas horas. Incluso en los hospitales se respira cierta paz hasta el amanecer. Son los momentos en los que puedo escribir sin sentimiento de culpa. A partir más o menos de las nueve, mi escritura se vuelve ansiosa porque me parece que no llego. ¿Adónde no llego? Ni idea. Tengo metida desde pequeño en la cabeza la idea de llegar, pero no sé a dónde.

A veces pongo el despertador a las cinco de la madruga y en lugar de caminar, pido por teléfono un taxi y voy al aeropuerto. Me tomo allí un café con un cruasán a la plancha y luego vuelvo a casa en otro taxi fingiendo que regreso de un viaje transatlántico. Me hago a la idea de que vengo de México, por ejemplo, un poco aturdido por el cambio horario, lo que me permite meterme en la cama cuando todo el mundo empieza a salir de ella. Me despierto hacia el mediodía y salgo a comer a un japonés que hay cerca de casa.

-¿Qué tal va todo? -me pregunta el camarero.

-Bien -digo-, me he dado el día libre porque acabo de llegar de México y estoy agotado.

El engaño funciona hasta la media tarde. A esa hora se pone en marcha de nuevo el sentimiento de culpa por no haber hecho nada de orden práctico. Entonces busco por la casa algo que arreglar: un enchufe, un armario de la cocina que cierra mal, un grifo que gotea… Abrir la caja de herramientas me tranquiliza tanto como abrir un cuaderno. Utilizo el destornillador de un modo semejante al del bolígrafo. Atornillar y desatornillar se parece a escribir y desescribir. Por lo general, desescribo más de lo que escribo y desatornillo más de lo que atornillo. La vida es esto: una búsqueda de rituales que nos pongan a salvo de la locura. En una caja de herramientas bien ordenada, como en un cuaderno bien escrito, hay mucho equilibrio. Si no mucho, el suficiente para ir tirando. Y de eso se trata: de tirar un día más. Se lo digo a mis alumnos de relato breve, pero no sé si me entienden.

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