Verdiales

Difuntos

Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

Estaba a punto de empezar a bosquejar estas líneas cuando, de pronto, me llegó un mensaje que me paralizó y me condujo a la página en blanco, un callejón narrativo sin salida en el que, he de admitir sin falsa modestia, pocas veces acabo. Para escribir, siempre pongo el móvil en modo avión, en mi opinión, la única función inteligente de los smartphones, pues te aísla, sobre todo, de un mundo digital que cada vez te reclama más sin aportarte nada valioso a cambio. Sólo así consigo el silencio y, por ende, la concentración que siempre he necesitado para poder armar un texto literario y que ahora preciso casi como condicionantes.

El mensaje que me bloqueó era visual, no de texto: la imagen de una lápida en la que aparecía el nombre de mi padre. Desde su muerte, hace ya dos meses, estábamos pendientes de que el albañil del pueblo nos diera una fecha para que, finalmente, pudiéramos enterrar sus restos en el panteón en el que también están los de mi abuelo paterno. El Día de los Difuntos no es únicamente una folclórica extravagancia retratada en las películas de Almodóvar. En mi entorno familiar es un tradición, una fecha dedicada a honrar con flores a los ausentes, que el 2 de noviembre cobran vida a través de nuestros recuerdos, más dolorosos cuanto más cercano es su fallecimiento.

Durante mi infancia, y también en mi adolescencia, hasta que me distancié, física y emocionalmente, del pueblo en el que crecí, para mí era habitual que, en los días previos a los Santos, mi abuela y mis tías acudieran al cementerio a limpiar las tumbas familiares. Nunca eran hombres los encargados de esa tarea, una evidencia más de que los cuidados (su origen en latín es cogitātus, pensamiento), incluso los mortuorios, en esta sociedad son cosa de mujeres. Me sorprendía, de hecho, que se esmeraran hasta el agotamiento en lustrar aquellas piedras depositarias de tanto dolor. Pero lo respetaba, y lo sigo haciendo. De ahí que apremiáramos al obrero para que pudiéramos dar sepultura a mi padre antes de que llegara el Día de los Fieles Difuntos.

Y así será, pienso, mientras no logro quitarme de la cabeza la imagen de la lápida, gris, como el día en el que el peón hizo la fotografía, porque es ese, y no el negro, el color de la tristura. Intento respirar como mi terapeuta me ha enseñado a hacerlo, dibujando un cuadrado en mi mente en el que cada una de las cuatro líneas es, sucesivamente, una inspiración y una espiración, y me seco las lágrimas, que sólo me permito derramar sin apuro cuando estoy sola. A L. no le gusta verme así. A P. tampoco. Y yo me refugio en la falsa fortaleza de mi soledad para fingir que sí, que puedo con todo, que incluso soy capaz de seguir escribiendo pese a la zozobra que me aflige.

Me refugio en la falsa fortaleza de mi soledad para fingir que puedo con todo, que incluso soy capaz de seguir escribiendo pese a la zozobra que me aflige

Era de eso, del sinsentido de escribir en determinadas circunstancias, en mitad de guerras, exterminios, bombardeos y atrocidades, de muertes, asesinatos, secuestros y masacres, de lo que me había propuesto reflexionar antes de recibir el mensaje que devino en parálisis. Quería recordar aquello que me dijo Elizabeth Strout al principio de la pandemia: «En el último año, todo ha ido empeorando tanto que me pregunto qué sentido tiene escribir. Pero es lo único que sé hacer. Como escritora, mi trabajo es registrar la condición humana lo más honestamente que pueda».

También pretendía buscar refugio en esta hermosa respuesta de Annie Ernaux sobre por qué escribir: «Si tuviera que dar una definición de la escritura sería esta: descubrir al escribir lo que es imposible descubrir de otra manera, con palabras, viajes, espectáculos, etcétera. Ni siquiera mediante la reflexión. Descubrir algo que no estaba ahí antes de la escritura. En eso consiste el goce -y el espanto- de la escritura, no saber lo que, gracias a ella, llega, adviene».

Sí, en eso consiste, en ese misterio que hunde sus raíces en la condición humana y lleva a la paradójica certeza de que lo escrito tiene la virtud imperecedera de la que carece lo dicho. Por eso tiene sentido seguir escribiendo cada día, porque, con independencia de su religión, los más de seis mil palestinos y los más de mil cuatrocientos israelíes muertos por la guerra entre Israel y el grupo islamista Hamás nunca podrán ser honrados como Fieles Difuntos, pero sí recordados en artículos como este.