crónicas de la incultura

Calendario laico

Lodas las religiones tienen su calendario de festejos que marca las pautas de la vida a lo largo del año. Cuando se pasa de una civilización a otra lo que cambia siempre es el calendario. Por ejemplo, durante la Reconquista los habitantes de Al-Andalus supieron que estaban en Portugal, en Castilla, en Navarra o en la Corona de Aragón no porque hubieran cambiado sus hábitos gastronómicos o el tipo de relaciones familiares, sino fundamentalmente porque habían cambiado los días festivos. En Valencia, tras la conquista de Jaume I, siguieron comiendo paella y arnadí y las mujeres siguieron bajo el dominio del marido y más o menos ocultas. Sin embargo en las fiestas el cambio fue radical: se pasó de celebrar el Ramadán y la peregrinación a la Meca, a un modelo completamente diferente en el que se celebran la Pascua de Resurreción y la Pascua de Navidad. Los cambios, cuando los hubo, fueron meros retoques cosméticos: por ejemplo, el paso del calendario juliano (de Julio César, 46 a. J.C.) al calendario gregoriano (del papa Gregorio XIII, 1582) tan apenas se nota y el romano ya solo lo siguen en Rusia, Serbia y algún otro país cristiano ortodoxo. Ha habido intentos de desacralizar el calendario: los más sonados fueron el calendario republicano francés y el calendario soviético. El primero tenía meses de nombre pintoresco (Brumario, Pluvioso, Ventoso, etc.) y, tal vez por eso, duró doce años; el segundo, que era tan soso como la tabla de multiplicar, solo duró un año (de 1929 a 1930).

¿Quién nos iba a decir que nuestra generación viviría el tercer calendario occidental y –ahora sí– prácticamente global? Tengo un familiar que cuenta los meses y los días tomando como referencia hitos que se llaman Día del amor, Día de la madre, Mes del crucero, Semana del esquí… y, sobre todo, Black Friday. Ah, el Black Friday. Es una fiesta que no necesita justificación alguna, parece ser que se la inventaron los comerciantes para cubrir un peligroso vacío de ventas entre las rebajas de verano, ya olvidadas, y los excesos de Navidades, aún por venir. Un viernes de finales de noviembre, negro, nigérrimo: black friday. ¿Y si fundásemos una nueva religión en torno a este día glorioso? Dicho y hecho. De repente, los fieles salen a las calles, con mirada exultante, y penetran en alguno de los muchos templos, grandes y pequeños, que se alzan en el centro de las ciudades. Es preciso madrugar y dar vueltas, muchas vueltas, de un altarcillo a otro. En cada uno se reza una jaculatoria: «23 euros, una ganga»; «este abridor de almejas está tirado, me lo llevo»; «yo la vi primero, suelte la falda»; «¿te has fijado en esos pañales?: para algo servirán»… Finalmente, cuando uno/una ha visitado todas las capillas, llega el momento decisivo, el de la ofrenda. Cargado con los frutos de su peregrinación, el devoto se acerca al mostrador y saca una tarjeta de crédito del bolsillo del corazón mientras un rumor de fondo rubrica la consumación del sacrificio. ¡Es tan hermoso! Ha nacido una nueva religión, y lo mejor de todo, es que cada vez tiene más prosélitos. Lástima que no pueda incluir a los pecadores mientras su tarjeta no tenga saldo.