TRIBUNA ABIERTA

Luces de Navidad

Cena de Navidad.

Cena de Navidad. / SHUTTERSTOCK

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

Como el replicante Roy Batty en Blade Runner, «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais». Y no me refiero a «Atacar naves en llamas más allá de Orión, rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhauser» y memeces similares que «se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia», no. Lo mío es más insólito: yo he visto Navidades que empezaban el 22 de diciembre con los niños de San Ildefonso cantando al unísono en todos los televisores y acababan exactamente el 6 de enero al limpiar los últimos restos de carbón en los zapatos. Ni un minuto más. ¿Siguen sentados? Pues lean: al día siguiente exactamente arrancaban las rebajas. Sin Black Friday, Cyber Monday, Single’s Days ni otros inventos. Y turrón era turrón. De Alicante o de Jijona (lo que viene siendo duro o blando) y a lo loco, en un exceso de modernidad se permitía la entrada en casa de una única tableta de chocolate Suchard. Que este año he visto turrón de Chupa Chups de fresa y nata, de jamón serrano y de cerveza, ¡vamos, hombre!

Pero me entretuve en un pestañeo y a la Navidad le sucedió lo mismito que a estas lorzas en mi cintura. Lo que viene siendo la ley de Charles: que cuando se calientan tienden a expandirse. Claro que el bueno de Jacques Charles, allá por el París del siglo XVIII, llegó a semejante conclusión cuando logró que un globo aerostático se elevara a 549 metros. Más o menos la distancia que separa, a lo ancho, mi apartamento en la capital de cualquier punto visitable del centro, lo cual me ha servido estos últimos días para desmontar —o matizar— otro principio que parecía irrefutable hasta la fecha: según la geometría euclidiana, la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Pues ya les digo yo que excepto que esta línea recta sea la Gran Vía, que uno ahorra un montón de tiempo —y sobre todo estrés—serpenteando por callejones secundarios. Si no ven escaparates, sigan; si no hay luces, es por ahí.

Porque he vivido cosas que los lectores más nóveles no creerían: Navidades de guirnaldas verdes, lazos de terciopelo y lucecitas blancas y reconozcamos que se nos está yendo de las manos lo de a ver quién pone más bombillas, y más altas, y más gordas. Y aunque así en general me la refanfinfla cualquier competición del y yo más, también les digo que nunca me han atraído los que al final resulta que la tienen más grande, sino que prefiero de largo a los que la saben usar —por supuesto, la cabeza—. Lo que viene siendo todo lo opuesto a tener pocas luces. Una paradoja que ustedes entenderán.

«La simplicidad es la clave de la verdadera elegancia», decía Cocó Chanel. No lo comparten las multitudes que, como polillas, van hacia la luz. Las luces. Muchas de estas incursiones a los centros neurálgicos y lumínicos de nuestras ciudades deberían llevar una advertencia lo mismito que cuando pones un videojuego: «Advertencia sobre fotosensibilidad: algunas personas pueden padecer ataques cuando se exponen a las luces intensas o intermitentes, o a cualquier otro estímulo luminoso y podrían sufrir un trastorno o un ataque no diagnosticado». Seguido de un apartado de contraindicaciones: «Aléjese de las luces inmediatamente y consulte con su médico si experimenta algunos de los siguientes síntomas» acompañado de una larga lista de malestares oculares y agobios que ríase uno de los 16 folios de algunos medicamentos.

Y aunque para compensar que el artículo me está quedando un poco Grinch estaría muy bien que metiera ahora algo del tipo que «la Navidad es compartir; una época de encuentro, amor y regocijo», también es un caldo de cultivo donde afloran las aversiones sociales, las compras compulsivas, las altas expectativas incumplidas, la soledad y la tristeza. Qué mayor ejemplo de estas dos caras de la moneda, de estas luces y sombras, que recordar que a tan solo 14 kilómetros de los excesos de la Puerta del Sol, La Cañada Real sigue sin luz desde hace cuatro años. Aunque nueve relatores especiales del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas calificaran la situación de «catástrofe humanitaria y derrota de los derechos sociales» reclamando al Gobierno de España que tomara medidas, el Gobierno, la Comunidad de Madrid, el Ayuntamiento y Naturgy, la empresa privada que cortó el suministro eléctrico en octubre de 2020, se pasan la pelota. 4.000 personas —1.800, niños— pasarán otra Navidad en la más negra de las oscuridades: el olvido.

Y precisamente porque quiero todo lo mejor para quien lee, me sabría a poco desearle unos días felices; unos buenos ratos con quienes quiere, y le deseo unas calles con menos leds y más corazón; que viva en un barrio, en un país donde hay luces para todos. Todo el año. Y puestos a desearles posibles, ojalá las únicas luces que surquen el cielo de Belén sean las de una estrella y no el fuego de los misiles.

Perdonen si en el contexto algún derroche de luces me pone un poco triste… Es que quiero y quiero ver las cosas en las que creo.

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