Reflexiones

La mancha de un café

Fernanda Escribano

Fernanda Escribano

Cuántas cosas empiezan y acaban en torno a un café. Cuántas veces decimos «tomamos un café y lo hablamos». Algo así debió pasar entre el PP y Junts cuando quedaron en el mes de agosto para acercar y, a la vez, alejar posturas. Todo, según cuentan, en un único café. No pasaría nada si fueron más, la política va de hablar. Como tampoco pasa nada cuando se reconducen o reconsideran posturas, la política también va de eso. El problema es si a la par que se dice una cosa se hace la contraria, generando una controversia que dificulta la capacidad de poder explicarlo públicamente. Es lo que le ha pasado al principal partido de la oposición. No hay foto de esa reunión pero, a la vista de su aislamiento político, la podemos imaginar como en ese precioso cuadro de Edward Hopper, Automat, que muestra a una mujer sola en un restaurante, sentada frente a la mesa y mirando fijamente una taza de café.

Se deteriora la legitimidad democrática si se rompe la confianza que la ciudadanía otorga a las instituciones, a los poderes públicos y a sus representantes. La fabricación de relatos o estrategias narrativas que intentan dar verosimilitud a un hecho que, de entrada, no la tiene, fractura esa necesaria certidumbre.

Cuando Aznar pactó con el nacionalismo su investidura en 1996 hubo más de un café y aquella cena que quedará para la historia. Como también, más de una concesión y no sólo en el ámbito competencial –véase Vidal-Quadras-. De sobra sabemos que, los protagonistas del Majestic, se las vieron y se las desearon para poder explicar un pacto que desmembraba todas y cada una de las palabras que se habían dicho previamente en aquella campaña electoral a cara de perro. Eran otros tiempos. A mediados de enero de 1998 volvían a pactar y Pujol garantizaba el apoyo parlamentario para que el gobierno de Aznar pudiera llegar hasta el final de la legislatura. Y llegó. Pero hubo algo que, aunque tenga mucho de simbólico, hoy no está de más recordar. Fue un 16 de julio de ese mismo año: Convergencia i Unió, el Partido Nacionalista Vasco y el Bloque Nacionalista Galego, firmaban la denominada Declaración de Barcelona a través de la cual, -apelando al precedente de la Triple Alianza de 1923- planteaban un estado confederal. Pues bien, no se rompió nada, la legislatura se agotó con normalidad y el tándem derecha-nacionalismo continuó llegando a acuerdos, con declaración soberanista por el medio.

Es cierto que la CiU de aquel momento no es el Junts de hoy, como tampoco lo es el PP: los dos se han radicalizado polarizando la idea de España. Me pregunto qué resultado habría tenido ese café del mes de agosto y qué planteamiento tendría sobre la ley de amnistía el PP de Feijóo, si no viviera cautivo de la extrema derecha, si no dependiera de ellos. Por no hablar, de la propuesta de ilegalizar a los partidos políticos que defiendan algo similar a lo que fue la Declaración de Barcelona de los socios de Aznar. Una dependencia dual que se muestra, en algunos casos, como solución y, en otros, como su gran fracaso. En ese ejercicio tan interesante de interpretar la política a través del cine, recordaba la magnífica película de Paolo Sorrentino, Un lugar donde quedarse, en la que Cheyene –Sean Penn-, es una antigua estrella del rock que lleva veinte años sin cantar ni actuar, pero cada mañana se viste y se maquilla con estilo gótico para salir a pasear por las calles la decadencia de quien ya es no es lo que un día fue. Algo así es lo que le pasa al PP al deambular entre aquel proyecto liberal de los noventa y los postulados actuales.