El desorden de tu móvil

"Sé que llevo en la mano el invento más revolucionario en siglos. Llevo todas las enciclopedias del mundo, una puerta abierta a la conexión con cualquier lugar del planeta. Lo que estamos aprendiendo también es que un nuevo mundo virtual sin reglas (o muy pocas) es un espacio en el que crecen la falsedad"

El desorden de tu móvil

El desorden de tu móvil

Alfons Garcia

Alfons Garcia

En la última semana he aprendido a no despreciar cada día. ‘He aprendido’ no significa que me aplique en todo momento. Cuando puedo. Igual que he aprendido que mi velocidad interior es más saludable cuando me alejo de la pantalla. Esta me ha convertido en un vigilante perpetuo y desconfiado. Cojo el móvil, entro un rato en lo de Elon Musk y el algoritmo decide que vea varios mensajes de gente de nombre rarísima que cuenta no sé qué discusión en directo del actor Carlos Sobera. Pico. Por el morbo, claro. Pincho. Y en la noticia no hay rastro de disputa real, sino muchas referencias de Sobera a cómo hacerse rico en un par de ratos clicando en un enlace que te lleva a una empresa de criptomonedas. Huele a podrido. Busco en Google y rápido sale que Sobera es la última víctima de una estafa de suplantación de imagen con inteligencia artificial para promocionar inversiones raras. Estos tiempos.

Sigo con el cacharro. En el grupo familiar de mensajes llega uno con una historia de superación hermosa: la asombrosa actuación de un patinador sobre hielo ciego. Quedó así, dice el texto, cuando su madre, también bailarina, saltó con él, bebé, desde un séptimo piso para huir del incendio en su casa. Ella murió. Él perdió la vista y su homenaje fue patinar también. Impresionante. Así hasta que otra integrante del grupo advierte: «Es falso, he buscado, es un patinador de verdad, pero no está ciego, cierra los ojos para concentrarse».

No hace falta moraleja. Sé que llevo en la mano el invento más revolucionario en siglos. Llevo todas las enciclopedias del mundo, una puerta abierta a la conexión con cualquier lugar del planeta. Lo que estamos aprendiendo también es que un nuevo mundo virtual sin reglas (o muy pocas) es un espacio en el que crecen la falsedad y la estafa. Este nuevo mundo es también el de la desconfianza y la vigilancia. Estamos obligados a dudar de cada mensaje y a vivir con suspicacia sin descanso. Estamos aprendiendo a mirar el mundo de reojo en una eterna tensión.

Este es el mundo que cuece a personajes como Milei, el presidente argentino, que ha aparecido esta semana en Davos, la nevada burbuja de los poderosos, con ese mensaje antisistema que gana predicadores y adeptos en todos los rincones. Su receta es dejar hacer a los que controlan el dinero, sin trabas ni reglas. Ni impuestos, claro.

Falta memoria. El supuesto sistema destructor es ese viejo padre al que recurrimos cuando hemos perdido todo en el casino. El sistema es el que vino a poner orden y crecimiento gracias a Roosevelt después del hundimiento de 1929. El sistema es el que rescató bancos carcomidos de codicia tras la crisis financiera de 2008. El sistema es también el que salvó a comunidades en quiebra, como esta, la valenciana, tras una orgía de especulación inmobiliaria. El a veces pesado y castrante sistema es la última guarida cuando todo se hunde alrededor. Y el sistema es el que ahora se echa en falta cuando nos vemos sin protección en las arenas movedizas digitales.

Uno, absorbido por la fuerza de la desconfianza, empieza a pensar que esta es la puerta de entrada para la destrucción del sistema. Tipos como Milei (último paradigma de esta estirpe mesiánica que se multiplica por el planeta), necesitan de realidades alternativas, engañosas, para crecer y ganar. El verso virtual también era esto: el desorden que niega la política.

Milei ha servido también para subrayar la estampa de Pedro Sánchez como referente de otra política, la que cree que desde la regulación y el sistema se pueden combatir las desigualdades. Sin ese fin, la política es un castillo de naipes absurdo y triste.

Las desigualdades nos han asaltado esta semana debajo de los puentes. Justo en València y Madrid se han planteado estos días medidas drásticas contra asentamientos de pobres, nada nuevos. Lo diferente es el perfil que empieza a imponerse. Hay de todo, algún indeseable también, pero algunos, muchos, como contaba Gonzalo Sánchez en estas páginas, son temporeros que cada mañana, antes del sol, se suben a una furgoneta vieja hasta un campo donde recolectar a dos euros por hora. No hace tanto, cada otoño salían trenes de España cargados de hombres y mujeres a la vendimia en Francia. Sus rostros podían tener otro color, pero son muy parecidos a muchos de los que vemos hoy debajo de los puentes. Había precariedad y miseria en aquellos vagones, pero había, creo, algo más de orden. Y el desorden suele ser el paso previo a la injusticia.

La vida era esto. Mientras, los partidos valencianos discuten sobre quién lo hizo peor con las empresas públicas y la política española sorprende con el destape de una mafia de Estado en la etapa del suave Mariano Rajoy: el grado máximo de corrupción porque implica a estructuras del sistema, usadas no para el lucro de unos, sino para intentar desacreditar a rivales y agarrarse al poder. Los antisistema no andaban tan lejos.

La vida me asalta cuando dejo teléfonos y trastos y llamo a la puerta de un viejo amigo. Lo que queda de él después de una enfermedad degenerativa es la sonrisa y la mirada. Las de siempre. Acogedoras. Comprensivas. El mundo no existe al cerrar la puerta y dejarlo atrás. Me consuelo con la buena vida que ha gozado e intento aprender a apreciar cada día, a entender que somos tan irrelevantes como afortunados. Intento aprender de su compromiso, igual de vigente hoy: pulso firme con los poderosos y comprensión hacia los demás, sobre todo a los de debajo del puente. Algo así sigue siendo una persona honesta. Algo así intento aprender.