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Sonrisas en autobuses nocturnos

Dos autobuses de la EMT circulan por el centro de València.

Dos autobuses de la EMT circulan por el centro de València. / Francisco Calabuig

Alfons Garcia

Alfons Garcia

La vida en la ciudad. Vuelvo a casa con los perros. Es tarde porque he vuelto a salir tarde del trabajo. Es tarde y es lunes, pero no tanto como para calles desiertas. Un día demasiado largo. Camino con desgana, deseando meterme en la cama y pasar página. Antes de la penúltima esquina, suena el gemido de un perro. Al girar, una chica está caída en la acera, intenta inmovilizar al animal, de buen tamaño, le riñe y le golpea. A su lado, dos latas grandes de bebida extraña. Huele a alcohol a distancia. No responde dos palabras con coherencia. Pasa un tipo al lado de nosotros. Mira y sigue su camino. Vuelvo a casa, dejo perros y busco ayuda. La plaza está vacía, pero persiste el olor a cannabis habitual a estas horas. Hay noches que la ciudad se convierte en un agujero hostil. Vuelvo y hay otro perro grande. Este está suelto y arrastra la correa. Me ladra y se abalanza sobre mí hasta que me alejo de la chica, que sigue en el suelo, incapaz de ponerse en pie. Al lado, tres adolescentes en un portal. Miran y no se mueven, continúan con su charla. Al final, solo queda llamar a la policía. También nos convertimos en espectadores. La chica sigue en el suelo. Le han hecho soltar al perro. Llora atado a la farola a la que lo atan. La lealtad hasta en el maltrato. Nos vamos antes de que la escena tenga fin. Al volver, pasamos ante un local de ‘gamers’. La persiana está bajada, pero hay ruido de algarabía. Por una ventana lateral se puede ver a una decena de jóvenes sin pestañas ante sus pantallas. El mundo de hoy en una noche que parece irreal.

La vida en la ciudad. Vuelvo otra noche tarde. En el extrarradio industrial la vida se ausenta en estas horas de humedad y frío. Estoy solo en el semáforo al lado de un autobús tan vacío como la calle. Solo una mujer hispana con una niña pequeña a su lado. Se miran y sonríen. Parece que están con un juego. Le pasa la mano por la cabeza, llena de trenzas. Pienso en las vidas difíciles para estar en la calle a estas horas. Conmueve la alegría que desprenden, la resistencia de las ilusiones en un autobús de noche en invierno. El mundo de hoy. También.

Paso los días entre noticias. Se supone que tendría que comentarlas en estas líneas. Opinar de si los socialistas valencianos están yendo hacia la renovación verdadera o si es solo un mero recambio circular de rostros. Debería lamentar que el dinero del Estado que nos corresponde a los ciudadanos de esta tierra en virtud de los impuestos que pagamos se convierta en elemento de extorsión política entre unos y otros. Debería censurar esta glorificación y apropiación nacionalista de los acontecimientos deportivos, ahora con la carrera de bólidos en Madrid. Debería hablar de errores repetidos, de facturas ahora gratuitas que algún día se pagarán; de que aquel circuito de sueños y ‘champagne’ de València es hoy espacio para chabolas del inframundo. Se supone que tendría que hablar esta semana del turismo que alimenta nuestra riqueza. De las heridas que nos ha ido dejando y de si seremos capaces de no repetirlas. Podría hablar incluso del último episodio de la tragicomedia nacional de la amnistía, con jueces incluidos. Tendría que hablar de la tortura interminable de Gaza.

Debería hablar de todo eso.

Pero en mi semana han quedado un par de noches, una sonrisa y una noticia. La de los problemas mentales de un moderador de contenido de Meta (la compañía que agrupa Facebook, Instagram y alguna otra plataforma de vida social más). Ha acabado en juicio con la empresa (subcontratada) tras su baja. Un moderador de contenido es como el portero de un antro oscuro, un trabajo de riesgo. Se trata de mirar para decidir si se permite la publicación o no. Ver suicidios, abusos sexuales, desmembramientos y demás por 2.400 euros al mes le llevó a la desesperación. Y verlos por protocolo hasta el final, posiblemente para entrenar a a una inteligencia artificial. Si se cansaba, tenía una planta más abajo una zona de relax, podía jugar al ping-pong o sentarse en un sillón a contemplar la ciudad a sus pies. Si la cosa se ponía mal, tenía también un servicio de atención psicológica unas plantas más allá. El mundo de hoy. El horror transmitido en directo. Lo más abyecto del ser humano servido como espectáculo. La agonía y la fiesta convertidas en negocio. La vida compartida en cientos de canales. Y las zonas de sombra a las que preferimos no mirar. El mundo de hoy. La gente quiere explicaciones a por qué se torcieron las cosas. Pero posiblemente no las hay. O nos falta distancia para leer los renglones de este tiempo.

El mundo de hoy nos llega tatuado de pesimismo e insatisfacción. Pero también marcado por la persistencia de las ilusiones de siempre. Vivir. Seguimos sonriendo en autobuses nocturnos después de un día para olvidar. El péndulo de siempre sumergido en el frenesí de hoy.

Leo un titular de Eduardo Mendoza: «La literatura me ha servido para no entender nada». Quizá la vida se trata de eso: de intentar entender y no aceptar que no hay nada que entender.