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Científicas

Amparo Zacarés

Amparo Zacarés

Alas científicas les ha sucedido lo mismo que a las artistas. Durante siglos no han sido conocidas ni reconocidos sus logros. Jugaba en su contra el mito de la superioridad intelectual del hombre sobre la mujer y, por ende, les costó abrirse camino en el ámbito de la ciencia. Las mujeres que destacaron, pertenecían a élites socioculturales y pudieron estudiar gracias al apoyo de sus familias o de sus mentores particulares. Esa fue la tendencia habitual y recurrente en la mayoría de los países en el siglo XX. En cuanto a España, en 1907, fue creada la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas que impulsó por primera vez el uso de fondos públicos para renovar la educación y potenciar la investigación.

En aquella época, de conformidad con la creación de la JAE, surgieron otras instituciones como el Centro de Estudios Históricos, la Residencia de Estudiantes o la Residencia de Señoritas. Sin embargo, no fue hasta principios de la década de los 30 cuando mejoró el acceso de algunas mujeres al estudio y a la investigación. De aquella época quedó en la memoria el legado de investigadores y científicos tan renombrados como Santiago Ramón y Cajal, Ramón Menéndez Pidal o José Ortega y Gasset que pertenecieron a las instituciones citadas. No tuvieron la misma suerte María Zambrano, María Moliner o Dorotea Barnés. A ellas les llegó el reconocimiento mucho más tarde y, gracias a los estudios de género que se activaron en las últimas décadas del siglo pasado, fueron rescatadas sus contribuciones y puestas en valor.

Por fortuna, en la actualidad, se conocen con mayor amplitud las aportaciones de las mujeres a la ciencia y sus biografías se incluyen en los libros de texto para que sirvan como referente a las generaciones más jóvenes. En esa línea, el Instituto de Física Corpuscular (IFIC), con la colaboración de la Fundación General CSIC, la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, la Universitat de València y el Instituto Valenciano de Cultura, ha impulsado el Proyecto Meitner, a fin de promover la igualdad y fomentar las vocaciones científicas entre las niñas y las jóvenes.

En ese marco, el talento y el tesón investigador de Lise Meitner, la gran científica austríaca que descubrió la fisión nuclear, sirve de ocasión para llevar a los centros educativos la obra de teatro escrita en torno a ella por el historiador de la ciencia Robert Marc Friedman. De hecho, el relato de su vida ejemplifica a la perfección el «efecto Matilda», término acuñado por la también historiadora de la ciencia, Margaret W. Rossister, para desvelar la estructura de poder masculino que predomina en la comunidad científica. Este nuevo concepto tiene su origen en el Evangelio de Mateo y en la parábola de los talentos que expresa que los bienes, materiales e inmateriales, al igual que el prestigio social, se da antes a quienes ya lo tienen. Algo semejante es lo que ocurre con las científicas y, por tratarse de mujeres, el «efecto Mateo» pasa a llamarse «efecto Matilda». De aquí que se conozca por «Matildas» aquellas científicas cuyos logros se han atribuido a sus colegas masculinos. Sucede así porque en la ciencia contemporánea, donde se trabaja en equipo, quienes dirigen los proyectos de investigación suelen ser varones y son ellos quienes reciben los premios. De este modo se quedaron sin nombrar muchas de las científicas que participaron en tales proyectos, aún cuando la autoría del descubrimiento fuera inicialmente suya. Este fue el caso de Lise Meitner, quedando en la historia de la física contemporánea solo el nombre de Otto Hahn que fue quien recibió el premio Nobel en vez de ella.

Desvelada esta realidad, resulta insultante que se mantenga aún hoy la inercia de convocar congresos, mesas redondas o eventos científicos donde solo aparezcan varones. De este modo se perpetua el falso mito del universalismo masculino en el saber y se deja sin referentes femeninos a las niñas y a las jóvenes que quieran encauzar su vida hacia la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas, las cuatro áreas del conocimiento que en inglés conforman el acrónimo STEM.

Por eso mismo, la fecha del 11 de febrero que conmemora el Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia, ha de servir para reivindicar una historia de la ciencia no excluyente ni sesgada, así como la debida consideración profesional a las mujeres que forman parte de los equipos de investigación de la comunidad científica actual. Es hora de decir no más «Matildas», no más agravios y no más injusticias.

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