A vuelapluma

El amor en tiempos de guerra cultural

Dries van Agt y su mujer, Eugenie Krekelberg.

Dries van Agt y su mujer, Eugenie Krekelberg.

Alfons Garcia

Alfons Garcia

Esta no es una historia de amor, ni de desamor, ni de enredos sentimentales. Esto son solo cuatro letras producto de la confluencia del azar y el calendario, del choque entre la vida corriente y los 14 de febrero y las Venecia sin ti.

Esta es la historia de un día oscuro y una mañana que se alarga más de lo que debería en el trabajo y solo queda tiempo para engullir cualquier cosa urgente en la cafetería cercana. El periodista tiene la pereza como principio vital (él lo llama no derrochar esfuerzos) y elige la mesa primera que encuentra porque lo que importa es abrevar rápido y volver al monitor de las noticias. Decide plato y bebida y saca el móvil, no vaya a ser que se haya perdido algo trascendental en los dos últimos minutos.

Mientras trastea con el dedo arriba y abajo, le empiezan a llegar frases de la mesa de al lado. Es una pareja. El tono de la conversación le hace levantar las antenas. Habla él casi siempre. A ella es imposible descifrarle una palabra. Ella mira el plato o a los lados, pero pocas veces a la cara de él, que está con la espalda tiesa, ligeramente inclinada hacia delante, como robando el espacio de ella, que lleva el uniforme de una empresa próxima. El lenguaje corporal es de dominio y sumisión. Ella retira el plato de él y lo deja en una mesa contigua. El ruido del local solo permite que lleguen fragmentos sueltos. «¿Por qué no me haces caso?» «Siempre estás con lo que tu hermana dice». «Así no vas bien»… Ella responde alguna cosa, pero la voz cantante es la de él.

El periodista come y duda, se parapeta en el móvil porque él lanza alguna mirada fugaz alrededor. Teme quizá ser observado y oído.

Lo que pasa es nada y es todo. No hay ninguna prueba clara de maltrato, pero el tono, los gestos y las maneras indican que si no lo hay, posiblemente lo habrá. En el medio metro de la mesa que separa a la pareja hay más ira que libertad.

El periodista no sabe si lo que ve y escucha alcanza la categoría de violencia de género. Sí que sabe que siente vergüenza de género. Duda. Espera a ver si él va al baño, pero no se levanta. Al final, escribe en una servilleta: «No estás obligada a soportar esto». Se levanta y, al salir, la deja caer cerca de ella. Un mensaje en una botella en el océano. No sabe si llegará. Pero no se le ocurre otra cosa.

Se aleja y camina. Por la cabeza le ronda la encuesta del CIS, esa en que muchos (y muchas) han respondido que la causa feminista ha ido demasiado lejos. Él se ha sentido también en ocasiones, como amenazado y oprimido por las nuevas convenciones, él a quien siempre le ha sonado a gloria la igualdad, aunque haya aceptado el machismo cultural doméstico que le ha permitido tiempo y espacio gracias al esfuerzo de ellas. Esa zozobra ante un mundo masculino en retroceso es uno de los pilares de la guerra cultural de los quieren detener el progreso y dar algún paso atrás.

Camina y le da vueltas a si lo que ha visto es amor, a por qué los humanos se empeñan en dependencias sentimentales aunque sean tóxicas como única forma de camino. «Obediència és seguretat», dice un aforismo del aspirante a misántropo Joan Fuster. El terror a la certeza de la soledad.

El periodista cruza el umbral de la redacción y busca el cobijo del papel antes de que la tarde lo devore. Todos los problemas de los valencianos y los madrileños parece que son si se dispara una mascletà en Madrid. Aparta la vista y busca entre las historias que no caben en primera plana. La vida respira en esos renglones. Le engancha la historia del exprimer ministro democristiano de Países Bajos (ese lugar antes conocido como Holanda) al que acaban de aplicar la eutanasia junto a su mujer. Más de setenta años juntos hasta irse también al mismo tiempo. Eran ya casi centenarios, ambos con dolencias irreversibles, y han decidido que lo mejor era dejar la vida de la mano. El periodista piensa si todo habrá sido tan feliz como ese final compartido sugiere, si detrás de esa pareja no estaría otra como la de la cafetería.

Hoy no puede ser tan cáustico. Hoy piensa en los derechos civiles, los de las mujeres, los de los homosexuales, lesbianas y trans, los de quienes han querido romper con una relación para empezar otra, los de quienes han decidido que el dolor ya es insoportable y quieren dejar de vivir. Hoy es 14 de febrero y la historia de Dries van Agt y su mujer Eugenie demuestra que la política sí sirve de algo, aunque el periodista tenga la tentación tan a menudo de pensar que no vale para nada.

No es casual que esos derechos civiles ganados y la cultura sean los objetivos de los iluminados que vienen a quebrar el sistema desde las moquetas limpias de la democracia. Hoy es 14 de febrero y, solo en este día y en este rincón valenciano, lo que tenemos delante es una ‘capital verde’ que se presenta al mundo con un mensaje negacionista del cambio climático, un ayuntamiento (de un municipio pequeño) que cancela un concierto de música en valenciano y una responsable de Justicia autonómica que cuestiona el elemento de género en el último asesinato de una mujer por su pareja.

Hoy es 14 de febrero y el periodista prefiere quedarse un rato más en la historia de Dries van Agt.

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