Opinión | Tribuna

Lo bueno en todas partes

Estos días, la viralidad, que antes estaba asociada a las enfermedades y ahora también, pero de otro tipo, me ha traído el racconto de un episodio, triste pero cargado de humanidad.

Sucede que por la Librería Benedetti de Las Rozas pasa una señora que pregunta por un periódico. Los libreros se apresuran a decirle que no venden prensa y la señora se va. Y así, como en un bucle, desde hace un tiempo, acude la mujer a pedir su periódico y vuelve la gente de la librería a explicarle, con paciencia y amabilidad, que allí no venden prensa y le indican a dónde puede acudir.

La señora, dicen, tiene un gesto desorientado. Y no puedo evitar conmoverme hasta los huesos con lo que, por desgracia, tan bien conozco.

Esa expresión la he visto yo en quien más quería. Me gustaría poder explicar cuándo reparé en ella, pero no soy capaz. Sé, eso sí, que un día miré a mi padre y descubrí, con terror, con pena, que en sus ojos, antes vivos, siempre limpios, no había más que un vacío desolador, enorme, cruel.

Nada —ni que un día dejara de abrir la boca, ni la transformación de su cara en una calavera apenas cubierta por la piel, ni su afasia, progresiva e irreversible— me impresionó nunca tanto como buscar su mirada y descubrir que allí solo quedaban los ojos azules, como dos canicas vidriadas, así decía un poema suyo, que miraban a un punto fijo que estaba mucho más allá de nosotros, en un lugar donde mi comprensión no alcanzó nunca a llegar.

También he vivido episodios como el que cuentan las personas buenas de la Benedetti, no siempre con final feliz. Y lamento rememorar uno de estos últimos, porque en los quince años que resistió ese hombre al embate de la demencia hubo, también, mucho comportamiento decente.

Pero el cerebro es caprichoso. Y escondido en el mío estaba la tarde en que mi padre vino llorando, como un niño desamparado, porque en una panadería le habían amonestado, primero, y hecho burla, después, por su lentitud y su torpeza a la hora de leer lo que llevaba apuntado en un papelito: que quería dos panes.

Yo, que no tengo hijos, creo que estuve cerca de sentir lo que siente una madre cuando alguien daña a los suyos. Y así me comporté, como él me había enseñado que debía hacerse cuando algo no era justo.

Convaleciente de una pequeña operación, con las grapas aún sin quitar, el pijama puesto, también, y este carácter que tan espabilada me mantiene, salté de la cama, bajé once pisos a toda prisa y me fui calle abajo hasta dar con la panadería.

Pregunté quién había atendido a un señor que llevaba apuntado lo que necesitaba y de dentro salió, despreocupada y encantadísima, una joven que me confirmó que era ella la que se había reído, porque no le podía negar yo lo gracioso que era que mi padre llevara escrito en un papel «dos panes» y pretendiera leerlo. Y me confirmó que, además, varios clientes habían participado de la risa, porque imagino que la cosa tuvo que haber sido divertida de verdad. Una fiesta.

No me siento especialmente orgullosa de lo que dije, aunque volvería a hacerlo mil veces si hiciera falta y aun sin ser mi padre el protagonista de la burla. Tampoco creo que sirviera para mucho.

Volví a mi casa con la cara arrebatada por la rabia, mi padre olvidó, claro, lo sucedido. Estoy segura de que la muchacha que hacía méritos para El Club de la Comedia lo olvidó, también, de inmediato.

Yo misma no lo habría recordado si las redes no me hubieran traído este otro episodio, el reverso de aquel, que viene a advertirnos de que, así como lo peor nos acecha en cada esquina, también lo bueno está por todas partes.