Opinión | Ágora

Un siglo de radio

La dieron por muerta cuando irrumpió la televisión; más tarde nadie apostó un duro por ella con la aparición del vídeo; y no digamos la multitud de necrológicas que se publicaron cuando Internet y las redes sociales invadieron nuestras vidas. Pero, contra todo pronóstico, la radio ha resistido las competencias posibles y goza de una excelente salud de hierro cuando acaba de cumplir un siglo en España. Sus audiencias no paran de crecer y se cuentan por millones de oyentes en los países más diversos. Su público no sólo agrupa a generaciones más veteranas, sino que atrae también a jóvenes hasta el punto de que más de la mitad de los nativos digitales en Estados Unidos sintonizan con frecuencia emisoras tradicionales. Esos datos contradicen un lugar común, tan extendido como falso, de una audiencia de la radio envejecida y que no se renueva. Así pues, la radio no sólo convive con otros medios de comunicación, sino que presume de su hegemonía, ya que suma unos 3.000 millones de oyentes habituales en todo el mundo, según informes de la ONU. Cabría, pues, preguntarse por las claves de ese éxito mantenido. En el caso español, el siglo de las ondas ha atravesado los discursos de Manuel Azaña, que agotaban las existencia de aparatos de radio en las tiendas; los seriales y radionovelas de la posguerra; los concursos musicales y las obras de teatro; aquel papel decisivo en la noche de los transistores del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981; o una multitud de celebraciones deportivas, culturales o políticas. En definitiva, la radio identifica la banda sonora de los últimos 100 años.

Esa fenomenal capacidad de adaptación de la radio aparece muy asociada a gestos cotidianos, a rutinas en las que escuchar música o noticias se convierte en un sonido de fondo compatible con casi cualquier actividad. Usos y costumbres diarios como despertarse, desayunar, ducharse, viajar en coche, relajarse o conciliar el sueño resultan impensables para millones de personas sin la compañía de la radio. Y aquí radica precisamente una de las razones de la imbatibilidad de este medio de comunicación: la compañía, un antídoto contra la soledad y una forma de estar en contacto a través de las ondas con una comunidad de oyentes. Mientras vivimos cada vez más una época de individualismo y de opciones a la medida de cada cual, la radio brinda un espacio compartido, un ámbito social definido por el azar, donde aguardan las sorpresas de lo imprevisible y no planificado. Suena a paradoja, pero la radio despierta más la imaginación que una infinidad de vídeos y pantallas. De nuevo se comprueba que lo sugerido siempre es más atrayente que lo mostrado. Y eso ocurre con la radio. De otro modo no se explicaría esta larga vida de un medio nacido hace un siglo. El escritor Javier Montes en un reciente libro, La radio puesta (Anagrama), describe muy bien esa magia de voces, silencios y música en las ondas. «La radio es astuta en su trato con esos miles, millones de solitarios: finge resignarse a ser ruido de fondo de sus vidas, y desde ese segundo plano, sabia, lenta, destila e inocula su esencia: más que demandarles su atención, les ofrece su compañía».