Opinión | Vita da mediano

Últimas tardes en Bruselas

El pulso se me acelera cuando, entre las calles del tranquilo de barrio de Forest y sus casitas de ladrillo de dos plantas, irrumpe la fachada Art Déco del Stade Joseph Marien, la centenaria casa de la Royale Union Saint-Gilloise, la gran sensación de la liga belga en las últimas dos temporadas. Una pareja advierte mi emoción y arrancan con el cántico: «Bruxelles, ma ville, je t’aime!!» (Bruselas, mi ciudad, te amo). En algunos ángulos llego a ver parte de la Tribuna Este, con sus asientos de piedra y paravalanchas, tan viejos como los últimos títulos del club, todos anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Acostumbrado a las restricciones herméticas del fútbol moderno, por un momento dudo si subirme a la mesa de la terraza de un restaurante cerrado para captar más visión del estadio. Hasta que R y G me avisan de que el club social del estadio está abierto. Una veintena de aficionados presencian por televisión el Amberes-Saint Gilloise. La cerveza abunda, las chaquetas y bufandas se adueñan de la mesa de billar. La tensión del partido prevalece y nadie repara en la presencia extraña. Al fondo, una puerta trasera lleva a los aseos (un contenedor marítimo rehabiltado), ya dentro del estadio. Sin permiso, y sin una sola alma, recorremos los asientos de madera y paseamos por la grada que vio el primer partido oficial de la selección española en los Juegos Olímpicos de Amberes 1920. Casi levitando, disparo un carrete entero de fotos, como si vaciase con furia cartuchos de kalashnikov.

En este mundo tan estandarizado, con estadios clonados y ciudades desnaturalizadas hasta en la masificación de sus expresiones festivas, cada vez que encuentro un equivalente a Mestalla, viejo, singular, único, el descubrimiento es equivalente al hallazgo de una pepita de oro en los ríos de Alaska. También el Joseph Marien, popularmente conocido como Duden Park por la masa boscosa que le rodea, está en el punto de mira de la gentrificación, pero no en el de su gente. El estadio reconoce a un barrio multicultural desde que acogiera a decenas de miles de españoles que emigraron en la posguerra. A la sombra del vecino Anderlecht, se ha convertido en el equipo predilecto de muchos expatriados que trabajan en la Unión Europea. La modernidad de los estadios no se debería juzgar únicamente por la evolución fría del negocio, sino también por cómo siguen sirviendo de símbolo identitario a ciudades en constante transformación.

Mestalla y el Joseph Marien tienen los días contados. También el campo de Vallecas, inaugurado en los años 70 pero en el terreno en el que se establecieron los apaches chamberileros del Racing de Madrid hace casi un siglo. Todos conservan el vínculo comunitario que da sentido a una militancia, a una tradición, a una manera de entender la vida y de la memoria colectiva de unas calles. Parafraseando al historietista italiano Zerocalcare, la hinchada de la franja roja exhibe que «la verdadera victoria está en las batallas perdidas desde el principio pero peleadas hasta el final». En Vallecas, en Bruselas, en València, en el que el mestallismo ha convertido sus «últimes vesprades» en una eterna primavera de lucha.

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