Opinión | Visiones y visitas

Excusas inverosímiles

Ya es inverosímil —en realidad, absurdo— que al niño de la señora lo acune la menegilda en las altas madrugadas de la indiferencia; que se levante Maritornes cuando llora el rorro de los jefes; que le cambie los pañales y lo vista y lo alimente y lo lleve de paseo y lo muestre a los padres en perfecta disposición de revista y progresivo alejamiento filial para que reciba los besos fríos de la comodidad, los besos desabridos de unos extraños que para dormir a pierna suelta se dejan suplantar en aroma y en tacto, en cariño y en vínculo, a despecho de todos los instintos presentes o ausentes. Los hijos de leche profesan a sus nodrizas una querencia íntima, entrañable y ancestral, incomprensiblemente renunciada por aquellos a los que correspondería en legítimo usufructo.

Y todavía es más inverosímil cuando suena, en sus mil y una variantes, aquel «tú, Pepica, súbete ahí, que como pesas menos llegarás mejor a pintar lo de arriba»; justificación inverosímil, pretexto desquiciado y desquiciante para no gastar, para exprimir al máximo el dispendio en alojamiento y comida. El dos por uno de la roñosería inveterada. ¿Para qué llamar al pintor si está el ama de cría? En las mentes comodonas, comodorronas, acomodadas, todo vale, todo es natural y hacedero, todo —aun lo más disparatado— tiene una lógica: la lógica, la pirueta, la contorsión y el sofisma del tacañismo, del apoltronamiento y del bienestar postizo. Es la poesía dramática y el triunfo inaparente de los que tienen que servir: que con su labor subalterna e incómoda se llevan la predilección de los hijos bien, el recuerdo filial y devoto que cabe a los padres que no huyen la cocina y la limpieza, el desvelo y el cansancio, los engorros y las adehalas de la crianza.

Evitando lo «malo» se viene tal vez a perder lo bueno, lo que real y verdaderamente vale todas las penas. El espíritu está pronto, pero el cuerpo es débil y tiende a la molicie sin pararse a pensar en daños y perjuicios; a la holganza en el arenal mientras la chacha guisa, friega, cambia pañales y atesora sin saberlo —sin quererlo siquiera— las alhajas afectivas, atávicas e insobornables del nexo maternofilial; que nos quita el fárrago y nos deja listo el condumio antes de irse, porque no veas cómo cocina y si te interesa mándame privado que te la cedo a partir de las veinte, con librea incluida y sumisión de serie, que no le duelen prendas ni horas como sí nos duelen a nosotros, que todas nos parecen pocas para el evento, el tardeo, el petardeo, el recreo, el chapuzón, el refocile y el piscolabis intempestivo.

Con las excusas inverosímiles, antiguas y explicabilísimas; con los motivos descabalados y las razones de artificio —provectas, inveteradas, clichés de curso legal y renovadas fórmulas de viejo cuño— se pierde la esencia, se transfieren los tuétanos y queda el rico pobre y el pobre, rico. En los cometidos del servicio, ahora como antes, van los infinitos colores que no perciben los enfermos de dinero; algunos prescindibles o sencillamente inocuos; otros vitales, importantes y, una vez perdidos, irrecuperables. Como el gorjeo inocente, feliz, del niño; como las dulces y fugaces molestias que proporciona; como esos incordios que con el tiempo, misteriosamente, devienen alegrías y satisfacciones, trofeos del insomnio y la disponibilidad, preseas del buen servicio, y se los lleva la otra.

Sucede, con la regularidad invariable de la estupidez, que se cambian plenitudes por vaciedades, fastidios enriquecedores por deleites vanos, esclavitudes liberadoras por espejismos de libertad. En el pecado va la penitencia; y en el señoritismo, la indigencia. Se os van los días en placeres y el salario en bagatelas mientras otra os desempeña la paternidad. Y el tacto, la calidez, el consuelo, el arrullo y el arropamiento, el insomnio bendito y efímero —ese maravilloso insomnio que no volverá— son para ella. Estremece ver a un rico inventando excusas inverosímiles.