Opinión

Historia de una fotografía

Tengo delante de mí la fotografía que me recuerda el día en que mi padre casi murió y no puedo evitar pensar qué hubiera pasado si ellos no hubieran estado allí, la jornada en que comenzaba el Mundial de México de 1970

Dice Manel que 'la vida que no hem viscut, simplement no existeix'

Dice Manel que 'la vida que no hem viscut, simplement no existeix' / L-EMV

Tengo delante de mí la fotografía que me recuerda el día en que mi padre casi murió. Nunca la había visto antes, aunque conocía de sobras la historia, pero mi tía se la envió hace poco por correo electrónico, junto con un buen puñado de imágenes antiguas que un familiar próximo le había hecho el favor de escanear. Al principio, la pasé por encima, con la ansiedad de una adicta que anhela absorber ese alud de información en un simple segundo y, además, entenderlo todo para poder calmar quien sabe qué necesidad. Allí estaban los momentos congelados de la historia que precedió a la mía; retazos humildes y sencillos de un tiempo y un país; los rostros amados de mis abuelos, inasumiblemente jóvenes, y sus viajes cuando ya fueron mayores; mi padre y mis tías... Fue al repasar de nuevo para fijarme en los detalles cuando la vi. Llevaba el nombre de ‘Olmos 14’ dentro de una larga serie de archivos enumerados todos, en secuencia, de la misma manera: ‘Olmos’. Para que no hubiera duda ni escapatoria de nuestro origen. Lo que hay es lo que fue, con sus lealtades e imperfecciones.

El día del hecho que evoca esa fotografía, pero horas después, 100.000 espectadores enfervorecidos se darían cita en el Estadio Azteca de la ciudad de México para arropar a la selección anfitriona contra la URSS en el partido inaugural del Mundial de Fútbol de 1970. Era un domingo 31 de mayo y, en tierras valencianas, debía disfrutarse de una excelente temperatura porque mi familia no solo se quitó el sayo sin temor alguno sino que decidió adelantarse a la temporada estival y aprovechar la maravillosa playa de Orpesa, donde vivían, para darse un baño.

La historia, después, es ‘ben sabuda’ como canta Al Tall. Una corriente de agua inesperada se lleva de repente a mi padre, entonces un joven delgadísimo de 18 años, mar adentro sin que ni él ni nadie puedan hacer nada para evitarlo. Se va y se va hasta que se pierde de vista. Durante horas, en la soledad del mar, el hijo de Teresa, que ha sido testigo desde la arena, opta por hacerse el muerto, por intentar sobrevivir mediante ese juego infantil al que todos nos lanzamos cuando no nos atrevemos a más. Flotar y dejarse llevar, donde no se hace pie. Todo lo que se pueda. Flotar sobre un mundo marino repleto de vida y muerte que arrastra o sostiene, según toque.

Demasiada agua

Dos ciudadanos suizos se percatan de los gritos de alarma y, con una lancha o algo semejante, logran llegar hasta el chaval que se hace el muerto y lo trasladan a tierra firme. El mareo le durará al joven dos días enteros en los que no podrá levantarse de la cama, siquiera cuando mi abuelo le anima a ver la inauguración del mundial de México esa misma tarde. Demasiada agua a sus espaldas. Cuando se recupera, los suizos van a verle y se hacen una foto a todo color con el chico y mi abuelo. La que yo he visto hace poco. Ellos, rubios de cabello y morenos de piel a partes iguales, posan con la camisa semiabierta y las manos apoyadas en la cintura en una posición entre relajada y heroica. Les hace gracia hacerse una foto con un guardia civil con tricornio que posa agradecido y con el joven, que está como retraído. Además de jamón, ya tienen algo que llevarse a casa cuando vuelvan. Una historia.

Y para ellos quizás fue eso, una anécdota en unas vacaciones repletas de ligues, sol y fiesta pero mientras miro y remiro la imagen no puedo evitar pensar qué hubiera pasado si ellos no hubieran estado. Yo, por ejemplo, no estaría escribiendo columnas como ésta ni mi madre hubiera conocido a ese joven tan delgado pocos meses después. Como canta Manel «la vida que no hem viscut, simplement no existeix», pero a veces da miedo pensarlo.